Arenga en sol mayor (sonatina)

Cantemos esta tierra, vida mía,
que sea a rienda suelta y boca llena
y no la invada el eco de sirena
que aúlla en las ciudades de agonía.

Sembremos clarinetes por un día
y develemos la sutil colmena
que esconde el laberinto de la pena
a un paso de volvernos sinfonía.

Y que otros lloren la cuestión del oro
y midan cada gesto con decoro
o los asole la melancolía.

Nosotros divulguemos el tesoro.
Icemos hasta el sol un blando coro
que llueva en la esperanza y se haga guía.

Tanto va el fuego al faro

1

Empezaron a luchar, como quien dice aurora
e inventa el tórrido mundo con su propia mano,
como dioses infantes en el primer verano
decretaron la llama, zarparon al ahora
y luchar era sinónimo de estar despiertos,
tallar puertas, forjar llaves, remendar retazos
de la fiel bandera que auguraba a grandes trazos
profecías urgentes sobre el fin de los desiertos
con trompetas estruendosas de sol sostenido
y una legión de corrientes coreando futuros,
estampida majestuosa derribando muros,
sincronía de puños, comunidad del latido,
trémula fundación de la risa del mañana
en un abrazo de gritos que la sangre hermana.
 

2

Dejaron de luchar y fue de noche y cicuta,
velar en calabozos donde el sol no es invitado
entre los lienzos rotos de un sueño estrangulado,
deriva solitaria, renuncia a toda ruta.
Descubrieron tarde que las ganas no alcanzaban
para derrocar a los más pérfidos imperios;
desde las sombras un mercenario y mil misterios
minaron los planes en que, impávidos, confiaban
y trinó de abismo el temido pájaro bruno,
risas desvariadas tronaron como campanas
de anunciar invierno, de sepultar mañanas
y el sueño no pudo reencontrarse con ninguno,
tal huella dejaba en las entrañas la tortura,
tan empedernida la fusta con la cordura.
 

1

Volvieron a luchar porque alguien dijo ¡ya basta
de cargar en la espalda el cadáver prematuro
de uno mismo en avenidas agrias de sulfuro
mientras el corazón se nos pudre en una casta!
Se hablaron con miradas, se miraron la tez:
ya las cicatrices eran nudos acerados,
las viejas derrotas eran puentes señalados
en un mapa nuevo; y alborearon otra vez.
Qué festín de puñetazos contempló la tierra.
Cuánta astucia cosecharon esas rudas manos
domando la tormenta con gestos veteranos.
Cómo arrebataron la balanza de la guerra
y multiplicaron el coraje con las artes.
Hubo que agregar estrellas a los estandartes.
 

0

Dejaron de luchar, aunque parezca mentira.
Cuando ya eran carne con el cielo sus pisadas
una daga se abrió paso riendo a dentelladas
y a sangre fría hendió la garganta de la lira.
Era el dios pasado disfrazado de granuja,
la infinitésima reencarnación del terror
a una nueva piel, a las alturas, a un error;
resucitó el tirano y volvió a cero la aguja.
Y los viejos nombres retornaron a las bocas
(a las que conservaron los dientes y el derecho
al aire, a las mañanas, al silencio satisfecho).
Luchar sonaba a fábulas de las ancianas locas,
lección antepasada, ruinas indescifrables,
piezas para armar un monumento a los culpables.
 

1

Y volvieron a luchar. Otra vez. Sí, de nuevo.
Olvidados ya de hasta cómo se pronunciaba
un desafío, una arenga, hasta cómo se izaba
un puño; despertaron con el joven relevo.
Era el secreto de la vida, al fin lo entendían
y rieron tanto al saborear la moraleja
que se estremecieron los guardianes tras la reja
mientras ellos ardían, cantaban, se expandían.
Y tejieron lazos que ni los volcanes saben
cómo desatar y bendijeron con abrazos
esa sangre tierna que celaron a zarpazos.
La gloria y el honor que los envuelven no caben
en palabras de este tiempo, quién sabe de cuándo.
La muerte llegó un día. Los encontró luchando.

Formas de llegar

Hola… ho… hola, ¿me escuchás? Hola, ¿ahí? Hola, no, te quería… hola… te quería pedir perdón por lo de… no, pará, en serio te quiero pedir perdón… No, lo que pasó ayer pasó, ya sé, y lo que dijimos lo dijimos, pero la vida sigue y… Bueno, che, te llamé yo, ¿me vas a dejar hablar? Si no cortamos y ya está… No, pará, no cuelgues, escuchame un poco, por favor, ¿dale? Listo, gracias. Bueno… Yo sé que parece siempre la misma película, y capaz que es cierto, que es siempre la misma película, puede ser. Pero en todo caso, ¿esto es el nudo de la película? ¿Ésta es la gran trama, la gran cosa, lo que nos tiene que importar de la película? ¿Acaso es el final de la película? Yo creo que no, y yo quiero que no. ¿Está bien? No, no es todo lo que iba a decir, ¿por qué no me dejás hablar, negra? Si yo quiero arreglar las cosas acá… Negra, ¿hace cuánto nos conocemos vos y yo? ¿Mil años? ¿Dos mil? Ah, bueno. No, porque hablás como si me conocieras de ayer nomás… Claro, está bien, pero resulta que vos sos mi vida, entonces… Viste que uno a veces se puede lastimar a sí mismo y muy fiero, pero eso no quiere decir que uno no se quiera ni que uno no quiera estar bien, ¡uno quiere estar bien, pero a veces se equivoca! ¿Te acordás cuando éramos chicos, que me tiré del carro, adónde íbamos? Cierto, íbamos a los torneos infantiles, en Roma, y vos me habías llenado la cabeza con que era en el circo y los nenes teníamos que competir con los leones. ¡No había dormido en toda la noche del cagazo! Entonces lo mejor que se me ocurrió fue eso, escaparme de ese miedo de un salto, sabiendo que atrás venían más caballos y me iban a arrollar… Bueno, a lo que iba es a que uno se puede equivocar así y lastimarse, pero si uno no se perdona… Tenés razón. En eso tenés razón. Pero lo que yo te quiero pedir es que pongas un poco las cosas en perspectiva. Lo que pasó ayer pasó, y sí, no era la primera vez, me acuerdo perfectamente la primera vez porque fue exactamente el mismo día que empezó la cuarentena general por la peste. No, ésa no, ¡mucho después fue! La negra digo yo… la jodida. Pasó lo que pasó a la mañana y a la tarde ya estábamos encerrados en la casa, que en ese momento era “la nueva casa”… Te acordás… Ahí hicimos el amor por primera vez, después de tanto, tanto, pero tanto tiempo. Es que ahí sí creíamos que nos íbamos, era el final final. Y sin embargo, acá nos ves, yo el mismo tarado, vos la misma luz… no, pero si es así, y siempre te dije que es así, eso no me lo podés negar. Esto lo tenemos que superar, negra, si ya las pasamos todas, lo que no quiero es que pase como cuando por culpa de ya no sé qué te quisiste cruzar el Atlántico sola, y lo único que me quedaba era mandarte cartas infinitas con i de infierno que no sabía si te llegaban y cuándo y era vivir como tirado por cadenas para atrás, en la espera eterna, queriendo salir de un raje adonde fuera que me dijeran tu nombre, y era obvio que iba a pasar, que en algún momento un barco se iba a hundir con la carta en la que vos me estabas avisando que ahora te tenía que escribir a pero yo justo había tenido que, y fueron décadas y décadas de morirme despierto, negra, no quiero nunca más un desencuentro como ése, y ahora cada vez que nos pasa esto a mí me agarra la desesperación de que nos separemos de nuevo así, me quedó en el alma una de esas cicatrices que con el frío te vuelven a doler, ¿viste? ¿Hola? ¿Me escuchás? Hola… ho, hooola, que no se corte, por favor negrita, ¡hola! ¿Ahí me escuchás? Uf, celulares de mierda, ¡te quiero ver! Por lo menos con las cartas se leía todo, ¿no? Si llegaba, se leía todo, y estaba todo ahí, escrito, imborrable. ¿Vos tenés todavía esa carta, de cuando te encontré? Que casi no la mando, porque ya estaba tomándome el tren con una valija con nada, con lo que encontré a mano en cuanto me convencí de que era cierto… pero claro, ¡qué tren si trenes no había todavía! Claro, no se había inventado… qué bárbaro, entonces fue un carruaje lo que fui a buscar, estaba enardecido, adrenalina pura, era un caballo corriendo porque atrás se le desmorona el mundo… pero antes de salir, te escribí esa carta. Con el fuego subiendo. Se incendiaba la casa, el fuego trepaba mueble por mueble, y yo escribía. La casa era mi pecho. El fuego era este mismo que nunca se apagó, negra, el que me dice que te quiere ver ya y que cuánto más, y que estamos en la misma, con un celular o con una carta o con señales de humo estamos siempre lejos vos y yo, eso siento ahora… y si la culpa la tengo yo, si querés me corto las venas, y que venga de nuevo el cura aquél que me hizo encerrar en ese loquero de mierda, y fui yo el que lo tuvo que cuidar cuando el tipo era tan viejo que no se podía ni limpiar la mierda del culo, y yo esperando todavía para salir de ahí y volver a verte, y vos que debías estar viviendo tantas cosas, conociendo tantos amores que yo… Es larga la vida, negra. Yo me cansé de todo. Me cansé y me volví a emocionar y me volví a cansar otra vez. Todo. Pero si hay algo que sigo queriendo como si fuera un nene romano en penitencia porque besó a un esclavo… ¿te acordás? (risas) Si hay algo que me hace seguir siendo ese nene, después de todas estas vueltas, con esta mochila encima del alma, si hay algo sos vos, negra, y son las ganas de verte. Vos anulás los siglos, anulás las penas, las muertes, esta soledad de ser la piedra que mira el río, negra, ¿a cuántos amores habremos visto morir a esta altura? ¿Hace cuánto dejamos de contarlos? Esto podría haber vencido a cualquiera, debe haber vencido a muchos, quién sabe, pero ¿yo? Yo sé por qué me la banqué, por qué me banqué ese loquero que parecía un campo de pruebas para pensar bien cómo hacer la Inquisición después, y sé por qué me banqué ese siglo entero de esclavo en esa tierra de salvajes, cuando tuve que matar al hijo de puta que te había ultrajado en Rávena y me tuve que rajar y toda la historia, esos años sí que los conté, negra, fueron ciento catorce años laburando una huerta de mierda al borde del Báltico y encima sin saber qué había sido de vos, si estabas bien, si habías leído la carta, ja, otra vez la carta, que te había dejado en la tortuguita de cuando éramos chicos, la de mamá… Sabés qué loco, el otro día, no te lo conté esto, me había olvidado por completo, pero… Estaba en un hotel con la televisión prendida, y pasaban uno de esos subgéneros del noticiero que son los programas “de divulgación científica”, ¿viste?, y el tema era “Roma antigua“, ja, para cantarse un tango, ¿no? Bueno, estaban hablando de no sé qué excavaciones por España, y adiviná la tortuguita que mostraron en cámara, exhumada en la región de no sé dónde… ¿me escuchás? ¿Hola? ¿Estás ahí? ¡Hace cuánto que estoy hablando solo, la puta madre! Bueno, le escribo un texto… Menú… Mensaje nuevo… Añadir destinatario: Negra.

Esta obra recibió el 2º Premio en la categoría Cuento de la Bienal de Arte Joven de La Plata, 2011

Apología

Yo estaba ahí cuando cayó la noche.
La vi atravesar herida los matorrales.
Sentí sus aullidos, pero no quise entender
las palabras que gemía, por respeto
y por temor a no olvidarlas nunca.

Yo vi cuando cayó la noche,
le dispararon por atrás
como hacen los cometas cobardes
–polizontes astrales incapaces de dar calor–
y ella parecía saberlo de antemano,
un velo de paz le cubría los ojos
como a esos que perdonan a sus asesinos

y vi a la noche caer acribillada
y no de estrellas... de antorchas fanáticas
que trazaron medicinas mientras duró la agonía
y se hundieron de cabeza en la arena como botellas
–como sacrificios de luz–
como los párpados cosidos de un santo.

Pero la noche ya estaba lejos.
Yacía boca abajo y apenas se sacudía
y su único ojo clavado en mí
me confiaba el testimonio
la epopeya o triste elegía
que vierto en garabatos ante este tribunal
sin haber encontrado antes el río de agua blanca
que lava los recuerdos hasta hacerlos espuma
–barba de cielos, jinete de mares, vello de lunas–
donde el yo hace su baño de inmersión en el todo ser.

La noche era inocente, su señoría.
Bien lo sabemos todos.
¿Quién no fue a comprarle cigarrillos de contrabando
y volvió con un barrilete en forma de mandala?
¿Quién no fue su nieto o su pretendiente?
¿Quién no miró sus piernas y tragó saliva
ni sostuvo su blanda nuca de bebé en la mano
y dijo que sí con la cabeza al escucharla?

Al charco de sangre que brotó de la noche
lo llamamos agujero negro
o aljibe invertido
y arrojamos piedras en él y nos tiramos de cabeza
y algunos no hemos vuelto de ese otro lado.

El revólver que fue hallado en sus manos
fue plantado por los corruptos sabuesos del sol.
Que se arranquen la lengua antes de nombrarla.
El cuchillo de su cinto es otra cosa...
¡Lo llevaba desde la cuna!
¡Con él abría el tajo en el cielo para entrar!
¡Con él picaba a los lobos cuando quería concierto!
¡Con él tronchaba el corazón de los hijos
que le sacrificaban hace no mucho en altares
y hoy en callejones, en calabozos y bares!

Cayó con las botas puestas, corriendo como un lince.
El viento que no cesa es el eco...
es el eco.
Lo que corresponde es tapiar las ventanas
y prender fuego las casas
con nosotros dentro.

Por si no lo han descubierto:
sepan que yo disparé la flecha
a la flor de mil pupilas, en el centro
... en el centro.
Yo que la amé como aquí no se conoce.
Yo, que la adoré como una hormiga a una naranja,
que la necesito como un rey a su espejo,
yo solté la cuerda entre mi ojo y su pecho
porque sabía que venían a toda marcha los carros
–anunciados por heraldos de barba roja–
y traían al terrible emperador al hombro.

Estaba rodeada, no había salida.
Así que antes que burlones verdugos
me adelanté a abrirle yo la puerta, con reverencia
y ser la alfombra y el cadalso
y el culpable
y sé que ella estaría orgullosa

aunque eso no importe nada.

Aunque a la vuelta de esta esquina
encontremos la canasta abandonada,
escuchemos el llanto de un hambre nueva
y no recuerde nada, y crezca hasta ser reina
y como una araña envenene a los gallos
y nosotros repitamos los ritos.

¿Cómo no ahorcarla con estas manos
que son el cuenco del río negro?

La clase pendiente

A la memoria de Mariano Etkin

Quién no salió de una clase suya odiándolo… Quién no volvió a amarlo en la siguiente. Quién no se aprendió de memoria sus relatos sobre Boulez y el Di Tella, sus citas de Schoenberg, de Cage, de Xenakis, la del dentista y su definición del cepillado dental ideal que decía en cada clase inaugural para los ingresantes de Composición en Bellas Artes, quién no admiró su capacidad de memoria de caras, apellidos y lugares de procedencia de sus estudiantes y su inagotable repertorio de anécdotas en cualquier lugar imaginable… Quién no aprendió a llegar a las doce en punto a su clase para no quedarse libre y quién no deseó que las clases duraran más… Un montón de gente, en realidad. Cualquier persona del mundo que no haya tenido la suerte de conocer al maestro Mariano Etkin. Por eso siento la necesidad de escribir sobre él, porque se acaba de cerrar la invitación permanente y gratuita que ofrecía este hombre para compartir la pasión por la música, para aprender a escuchar cada vez más hondo y más fino, para reflexionar no sólo sobre la música sino sobre cualquier inusitado aspecto de la vida que se le pudiera ocurrir, porque infaliblemente la conexión llegaría, la idea florecería, porque con él todos los caminos conducían a la magia del sonido. Y a la tragicómica ventura de dedicarle la vida.

Yo, que me demoré tantos años en terminar la carrera de Composición, resolví que no podía dejar pasar un año más sin cursar Compo IV, porque es sabido que los años pasan y desde la primera clase que tuve con él (¡en 2007!) su cabello era completamente cano y su coronilla relucía de calvicie. No es que me viera venir tan trágico final, sólo temía que se jubilara. Y es como si él me hubiera esperado. Me anoté este año y fui con ansiedad a la primera clase… Ahí estaba el viejo Etkin, como si los demonios de la ancianidad se le hubieran venido encima de golpe, pero presente, esperando el silencio necesario para empezar a hablar con un débil hilo de voz, acerca de lo de siempre, de todo, y un poco más del tema que nos reunía allí, el desafío de componer para orquesta. Incluso tuve la fortuna de quedar en su comisión para corregir los trabajos, se me cumpliría ese “sueño del pibe” de poder mostrarle un trabajo propio y recibir sus devoluciones, sus consejos, sus toneladas de sabiduría personalizada. En la primera clase de correcciones no tuve la suerte. “La próxima sí o sí” me dije. Escribí cuanta música pude para honrar la ocasión y guardé en la mochila un librito que pensaba regalarle. En la facultad me avisaron que lo habían internado. Y me la vi venir entera. Es decir, la sospecha que acarreaba desde aquella primera clase se volvió presagio. La semana siguiente fue esta triste semana. Como un fan que se quedó afuera del rito, en mi fuero interno lamenté mi propia mala suerte, pero en el fondo algo me dijo que esa fue la lección, que el viejo ya me lo había dicho todo y hasta al irse sin haber visto una sola nota de mi primera obra para orquesta él me estaba dando la clase de mi vida, la clase magistral que siempre soñé y que siempre dio, invariablemente en cada clase y charla y escrito. Como si me estuviera diciendo: “no importa, Alaimo, que me muestre o no me muestre la partitura, no importa lo que yo le diga o deje de decirle; usted también tiene que atravesar el desierto solo”.


Así nos sentimos hoy sus estudiantes. Solos como en ese minuto interminable de la hoja en blanco, como en esas horas derramadas en escribir y borrar y volver a escribir música nueva, ese tortuoso debate interno entre asignar una melodía a un clarinete o a una viola, entre desarrollar un motivo o crear un contraste, entre dar duración de blanca o de redonda a esa nota que nos trajo acá. Solos como siempre lo está y lo estará el creador en las fatigosas jornadas de su oficio, aunque hoy se note más porque hoy somos también un poco huérfanos. Se nos fue el capitán. El que nos empapó cuanto pudo de esa tradición que él veneraba y que, todos lo sabemos o al menos yo lo sé y él lo sabía, está en vías de extinción. Esta nave de los locos que hacen música rara se quedó sin almirante, pero lo cierto es que se fue con las botas puestas. No dejó de trabajar hasta su muerte. Si hay algo que inspire orgullo de ser su discípulo es eso. Ya estaba gravemente enfermo –era notorio y tema de conversación constante– y aún así, después de cuarenta años de enseñanza musical, seguía viajando a La Plata cada semana para escuchar nuestros planes de conquistar el mundo desde una partitura, él que ya lo había escuchado todo (varias veces).

Y no sólo dando clases, también murió componiendo. En nuestro último encuentro contó de la obra para orquesta que le habían encargado y que estaba terminando… Yo que me mortifico hoy por tener que lidiar con la titánica tarea de escribir música para cien instrumentos en hojas gigantescas llenas de pentagramas, me imaginé a ese hombre, al que le costaba caminar, sentado en su escritorio, entregando las pocas horas que le quedaban a esa inmensidad, a caminar solo por ese desierto… Dicen que llegó a terminarla el domingo, es decir tres días antes de morir. Y recuerdo a otro gran músico que se fue este año, David Bowie, que llevaba año y medio de padecer un cáncer cruel y resistió para crear su última (y monumental) obra, tanto que murió un día después de publicarla. Uno que vio tantas películas pero sobre todo que vio tanta realidad no puede dejar de trazar la idea: estiraron su vida para completar su obra. Como si hubieran negociado cara a cara con la muerte y hubieran conseguido ese milagro secreto, o al revés, como si sólo la obra y la pasión que ella encarnaba les hubiera dado el impulso suficiente para estirar sus horas un poco más, y una vez culminada, concluido el rito, cerrado el ciclo, los dejara arrojados en su desnuda condición de seres mortales y ajados. El estreno de esa obra ya está pautado para el año 2017. Será en el primer aniversario de su partida, será como ir a esa clase que nos quedó pendiente.

Noviembre

Mes en el que aparecen gatos en tu casa y se muere tu novia y hay elecciones en la universidad y componés tres canciones que tu novia no va a poder escuchar y en que aparecen las llaves que perdiste y te llama mucha gente que cómo te sentís y que lo que necesites y en que llueve semanas enteras y luego hay sol quemante y luego vuelve a llover, tocás la guitarra y hay ferias de libros y artes adonde vas buscando sorprenderte porque la que te sorprendía vaya que te sorprendió por última vez y para siempre y necesitás ir viendo bosquecitos con movimiento propio para salir del pozo sin fondo del sólo pensar en ella, a la que le dedicás todo pero ya es tarde, noviembre mes tarde, mes sorpresa, en que el tiempo adquiere una nueva perspectiva, si se puede decir nueva, y si se puede llamar a eso perspectiva, los ojos rezan por un punto de fuga pero no hay dios ni fuga que no se evapore entre los dientes o siga allí por la mañana.

Mes que se te resbala por los dedos, dedos que por momentos te olvidás para qué sirven, ni te acordás que los tenés, mes en que todo termina y nada empieza, salvo algo que parece una cuenta regresiva cuyo rango es secreto para vos, parece pertenecer a una altura sagrada, que vos desconocés por naturaleza, porque te faltan algo así como reencarnaciones (aunque no son reencarnaciones sino imposibles) para llegar.

Mes que no querés que pase ni que se quede, que no querés, mes que te aplastó como a una mosca pero te dejó viviendo adentro del vaso, por pura diversión del ojo que mira y ¿se ríe? Mes en que conocés personas hermosas con las que querés llenarte pero no podés, en que recorrés una y veinte veces los mismos lugares cambiando sólo el momento del derrumbe y su prolongación, en que hacés llamadas a larga distancia sin pensar en cuánto estás gastando, en que le das tu amor a una gatita que llegó a la casa de los amigos donde fuiste a refugiarte como un lobo moribundo, con la que dormiste su primera noche bajo techo, a la que mimás como nunca antes a un animal, hasta que empezás a pensar estupideces como le dicen ahora, tristes alucinaciones de la presencia de tu novia en la gata o en un sonido o en un silencio o en un accidente o hasta en el más ínfimo bicho que se te acerca y te hace dudar si lo matás o no porque podría ser ella que viene reencarnada a buscarte, a estar cerca tuyo, y cómo te aliviaría creer esa estupidez como le dicen ahora, cómo deseás creerla y volverte loco al fin y descansar del dolor hasta que muera la pulga o la gata o te mueras vos, porque vos también estás entregado y lo sabés y ya no importa, es más, haría bien en apurarse la guadaña, pensás en noviembre.

Mes en que encontrás una revista con los cien mejores guitarristas del siglo y no la leés, la dejás tirada en la pieza donde ves películas o recitales de Pink Floyd, y la gata tiene parásitos y la llevás a que la vea tu amigo veterinario y ahí en el negocio ves una computadora y ya querés escribir su nombre por enésima vez en el buscador para ver los mismos resultados de siempre, el mismo video con la canción que no está tan buena pero qué bien cantada, qué prodigiosamente, y no pensás en otra cosa que mostrársela al veterinario y al pintor que trajo la gata a la casa de noviembre, todo sea por hacerle una caricia ultraterrena y un tributo a la cantante que se perdió el mundo, pero no te da el cuero, apenas con imaginar la cara que van a poner, no te gusta incomodar a la gente, al menos a la que vos querés, entonces sólo ponés el video de la ucraniana que también hace magia pero con los dedos y nada más, retratando la invasión nazi y la resistencia con arena, dibujos en movimiento, efímeros, y después te vas a pegar carteles en busca de un baterista para la banda de rock que empezaste a hacer cuando la conociste a tu novia, años hacía que giraban los proyectos en tu cabeza solitaria pero cuando la conociste a ella y su energía y su voz y su mirada y su pelo raro tan lacio y brillante rodeando sus ojos que nunca se quedaban sin su delineador negro, ni de día ni de noche de ningún día, cuando aceptaste sin dudar su invitación a ver El lado oscuro del corazón aunque ya la habías visto y ella también y cuando entraste a la casa descubriendo que ya habías estado ahí haciendo música alguna vez, horizontes antes de ella, cuando subiste la escalera y entraste a la pieza y la escuchaste cantar y contarte tantas cosas y le cantaste y le hiciste el amor y le leíste y la miraste y la abrazaste y pasaste del vino al mate y de la noche a la mañana y te quedaste tres días seguidos mientras afuera crecía la epidemia de gripe y todo el mundo se infectaba o se encerraba o las dos cosas y vos no podías pensar en salir y estar sin ella y sólo se despegaron cuando ella se fue a Azul y a vos no te daba todavía para decirle que ibas con ella, te quedaste en el chiste de que te metiera en el bolso pero la despediste con tanto amor y ella también ya estaba enamorada de vos y la saludaste desde abajo del micro con tanta euforia, haciendo todas las payasadas que se te venían a la cabeza y eran muchas, hasta que viste en su cara un gesto de ya está bien y el temor te cortó la inspiración y la dejaste ir pero tu piel la seguía sintiendo, era increíble, días y días sin ella pero seguías sintiéndola como si nunca te hubieras ido de la pieza, como si en algún canal invisible de la realidad hubieran seguido conversando sin parar, y le escribiste por acá y por allá hasta que la encontraste y ella también pensaba en vos y pum, fuegos artificiales, recién cuando estuvieron así de lejos fue que empezaste a construir la banda, buscando gente, grabando tus canciones y escribiendo arreglos llenos de acordes para poder tener ensayos a los que invitarla y después recitales a los que fuera a verte, todo para que se diera cuenta de que vos también eras alto rockero y no sólo un poeta y militante y a lo sumo cantautor de esos que hay abajo de cualquier piedra, para conquistarla como ella te había deslumbrado a vos en unos minutos, tirándote un rayo de energía volcánica, una aleación estruendosa de imágenes góticas y melodías de colibrí, tenías que estar a su altura, tenías que correr, saltar y revolcarte por el piso sin dejar de tocar solos de estrepitoso atletismo, ¿por qué necesitaría eso para amarte?, pero vos igual te disparaste a hacer la banda diciendo “es por ella y es por mí” porque ella te hizo verte a los ojos de adentro, te hizo volver a ser vos y querer salir a ganar el mundo otra vez como cuando no habías perdido ni un perro, y ahora que ella no está no sabés bien qué hacer y no querés hacer nada, menos aún creer lo que pasó y que se confirma cada vez que ponés emilia romero en el buscador y sentís en la piel el tiempo que hace desde la última tarde que la tuviste enfrente, no te dan ganas de nada salvo de lo que más te acercaba a ella y más hacían cuando estaban juntos y que ella amaba cuando te amaba a vos y que vos amabas hacer con ella, música, aunque ahora no te dan tantas ganas como antes porque ella no te va a escuchar ni se va a impresionar con lo bien que toques o cantes, no vas a poder conmoverla con tus acordes y melo-días ni sacudirla con riffs de power trío, entonces cuesta bastante, pero te decís que ella quería que vos siguieras y que le gustaba tu música y hasta te ayudaba a conseguir instrumentistas con su alegría de cada minuto, cosa que hería tu orgullo pero alimentaba tu amor y vos agradecías demasiado poco, pensás ahora, ella quería que vos tocaras y le robaras la felicidad de los bolsillos, esa felicidad con la que hacía globos de chicle cada día más grandes, entonces hacer música sería estar con ella a la triste y falsa pero única manera que puede ser ahora y en la adrenalina condensada de disparar fiebre sobre un escenario podrías conectarte con la ella eterna, con la auténtica eternidad que es el momento vivido en el todo amor, y ahí, recién ahí, descansarías un poco de este dolor, pero para eso necesitás baterista y salís a buscarlo, pero de pronto te das cuenta de que hoy es primero de diciembre, ya es diciembre, te das cuenta, ya quedó en el pasado el mes en que ella se quedó, ahí sin más días, como si fuera una carrera a no se sabe dónde y ella un día se hubiera quedado sin nafta, no, pará, ella sin nafta es imposible, sólo tuvo un accidente y ya no pudo seguir, y vos quisieras creer que saliendo también de la carrera volverías a encontrarla, en la cafetería al costado de la pista donde descansan los asistentes y el público, quizás te la cruzarías todavía en el pasillo, o ya en la terraza o ya afuera, en el parque de atrás que se parece al parque de Azul que recorrieron juntos un sábado, con su andar vibrante y enamorador a rajatabla, cómo querrías que fuera tan fácil, pero ya hasta el mes quedó atrás y vos seguís acá y vuelve a llover como en noviembre, como en las noches encerrados en su pieza en que vos sacabas tus medias y zapatillas por amor al sentido del olfato pero sobre todo por orden de ella y a la mañana estaban ahí empapadas, y vos te ponías las pequeñas ojotas rosas para bajar a calentar agua o cambiar la yerba o volver a calentar el agua mientras ella ponía otro tema de otro disco de Siouxsie o los Pixies o su amada Cura o Bowie o Rush o Korn o El Otro Yo, pero el otro yo aparecía siempre cuando terminaban los temas, nos encantaba Alegría, los niños cantan en el funeral, los niños ríen mientras llorás, decía la letra en nuestras bocas, te encantaba emilia te encantaba flaco, ya muy poca cabeza de radio escuchaba ella justo cuando vos empezabas a sintonizarla, pero a ella le traía un pasado que habría que ver en qué y cuánto se parece al pasado que te trae ahora a vos, es diciembre, Radiohead lo escuchabas en el pasado, y ella se queda ahí también mirándote a través de un vidrio, y vos no querés dejar de mirar el vidrio, no querés dejar de escribir sobre noviembre aunque noviembre ya haya terminado y vos estés de este otro lado, pensás que vas a poder seguir sacando recuerdos y enganchándolos infinitamente hasta que se termine la vida o por lo menos el mundo pero cuánto más podrías estar yendo de espaldas para no dejar de mirar hacia el vidrio antes de tropezarte y sangrar por la nariz con la tristeza de que eso no alcanza para matarte pero es suficiente para joderte un poco más la vida y así no vamos a ninguna parte, ni siquiera al altar de su memoria y su magia, hasta cuándo entonces, flaco, qué hacemos con este después que crece.

Este cuento recibió el 1º Premio en el Concurso Nacional de Cuento y Poesía de la Municipalidad de Azul en 2015.

Quién mató a Kurt Cobain

Hoy descubrí quién mató a Kurt Cobain.

Hoy visité la Capital

la de los altos techos y frenesí apretado

en calles donde el sol dura un minuto.

Yo, un poeta multiforme de provincia,

ataviado con mis sueños de felpa

degustando caramelos esperanza

­–cuyo sabor empieza a entumecer mi lengua–

visité una de las mecas modernas

la que me tocó en suerte más cerca

y admiré de reojo las antiguas fachadas

yuxtapuestas con máquinas de espejismo digital

mientras me abría paso con prisa

            –me dijeron que hay multa si vas despacio–

entre pelotones de caminantes

cuyas vidas siempre traté de imaginar en detalle

y al mismo tiempo

en infinitésimos intentos de concebir el conjunto de la vida

entre avenidas bochornosas y callejones con locales

que nadie sabe de qué viven, a quién venden, cómo llegaron ahí.

Caminar en la Gran Ciudad es un oficio de equilibrista

más que estarse en pie en sus trenes subterráneos

porque a un lado están los datos del agobio

la propia carne que hornea lento el hormigón de verano

o el frío sibilante entre las capas textiles

el chaleco de fuerza que elegimos cada día

y la vista que se quema para ver si está en rojo

o si vienen taxis rapaces por el callejón

y las hileras de carteles que ofrecen carne viva

de mujeres encerradas en algún departamento

algún departamento

levantar la vista para contar las ventanas

¿toda esta gente hay?

y empieza el mareo

y apoyarse en una pared rayada por grafiteros

anónimos e invisibles como murciélagos

de los que sólo hablan sus huellas a la luz del día

pero la pared en que apoyamos nuestra mano

era una puerta de atrás de un gran pasillo

al que nos vamos de bruces

escaleras oscuras, danza trastabillante

y damos con un depósito de chucherías y ratas

donde fuman dos empleados, fornican otros dos

un hombre atado a una silla nos mira con grandes ojos

y hace gestos desesperados entre el sudor que le chorrea

y la tierra empieza a gemir como un trueno impetuoso

pero más parece un volcán, es la Gran Ciudad

que se da vuelta para seguir durmiendo

mientras los insectos que somos nosotros

le siguen picando la piel, surcando las venas

y a ella le da lo mismo.

Pero uno es un equilibrista

el que sobrevive cada día mantiene el equilibrio

y no se apoya en esa puerta

no deja subir la náusea hasta el esófago

para ello se aferra al otro lado del aire

a las estampitas gigantes que todo lo ven

donde mujeres ríen y hombres fuman y callan

o conducen autos más grandes que el sol

uno se aferra a los puestos de revistas

donde las mismas mujeres ríen en pequeños estampitarios

que uno puede llevarse a casa por unos pocos billetes

para seguir haciendo equilibrio

para no marearse con el fractario horizonte peatonal

pequeños televisores de papel con sus colores brillantes

sus programas de entretenimientos

sus juegos

sus humoristas invitados, qué bueno que es reír

y sus propagandas

en seguida volvemos después de esta tanda

de páginas y páginas de carnes apretadas

y zapatillas trotamundos

y perfumes, cigarrillos y colchones y paisajes

vos también podés ser el rey

la entrada al paraíso en tu muñeca

paseá por el paraíso en cuatro ruedas

la ropa del paraíso es ésta, y ésta, y ésta

seguí ahorrando que te esperamos en

y uno cuenta las monedas que le quedan

sin contar las del bondi

ni las del mendigo

y queda para dos o tres caramelos

esperanza

y a esta altura no se los degusta con calma

se los mastica de golpe

con crocántica ansiedad.

Todo deviene espejismo si uno se detiene

y mira fijo y ajusta el foco

            –pero se multa a quien se quede quieto en la vía pública–

como no alcanza el tiempo ni hay dinero para multas

nadie lo hace

pero juro que al frenar en seco y mirar a un lado

la Gran Ciudad se convierte en piedra,

se revela laberinto sin fondo

o se desintegra como un sueño develado

y dura lo que una inercia de bicicleta

hasta desplomarse entera sobre los que no se corran.

Pero nadie frena en seco

(“gravísimas multas”)

todos seguimos nuestro camino pedaleando

dándole cuerda al reloj de la muerte

lenta de cada día

y juntamos monedas para los caramelos esperanza

ahora sabor a fruta del trópico

sentite en la selva sin mover un dedo

y cosas así por todos lados

y ahí fue que vi mi reflejo en una vidriera

atrapé mi propia cara con la guardia baja

y entonces recordé a Kurt

en una de sus fotos memorables

vi esa mirada de tristeza en blanco y negro

ese desencanto sin consuelo

como un primer bajón de droga dura

como descubrir que Superman no existe

que la lotería son los padres

ah, cómo explicar que esa comunión instantánea

fue tanto más que la suma de un parecido y un deseo

como en las epifanías, como en esos momentos de Gracia

de los que hablan las religiones más vendidas

el dolor de Kurt Cobain se encarnó en mí

porque entendí que él se vio del otro lado

él me vio a mí, acá, ahora, mirándolo en un cartel

luminoso en un poste de luz en una revista

en un afiche en la pared de una autopista

en un folleto del paraíso capitalista

y en mi mirada se reconoció a sí mismo

Kurt también pateaba las calles del abismo

y a veces se quedaba como bobo mirando carteles

se vaciaba los bolsillos en caramelos y arcades

y en las borracheras de esperanza sentía que era posible

y Kurt llegó, oh él sí llegó al otro lado

de la revista, de la pantalla, del espejismo

y comprobó que de ese lado no había sirenas

ni había ninfas ni ángeles con trompetas

sino cámaras, luces, asistentes de producción

agendas cronometradas

y plástico

pero muchísimo plástico:

fiestas de plástico, risas de plástico

tetas de plástico, palabras de plástico

vidas de plástico, casas de plástico

horizontes de plástico.

Y ahí fue que Kurt

no tuvo siquiera adónde volver

su vieja casa la había quemado en una fiesta

su vieja ropa la regaló a un hospital de adictos

sus caramelos se vencieron. Ya está.

Kurt, bello hermano,

creo que nacimos en el momento equivocado.

19/11/2014

Semillas

La guerra empezó por un malentendido. El mensaje clave para la paz se traspapeló, y arreció la muerte. A ambos lados lo buscaron entre pilas de memorandos, contraórdenes, metrallas, cadáveres. Cada vez más hondo. A contrarreloj se inspeccionaron libros, casas, búnkeres, ruinas, incluso recuerdos, sueños… Hasta que corrió el rumor de que el mensaje había caído en manos del bando enemigo, y ya no hubo esperanza. Entonces sólo se buscó un escondite… o un arma.

Los últimos sobrevivientes buscaron comida. Triturando semillas, alguien encontró el mensaje. Lloró a carcajadas. Miró al cielo y gritó la palabra con todas sus fuerzas.