Yo tuve un tío

A la memoria de William Baker

Yo tuve un tío. No teníamos lazos de sangre, pero no importaba. Ese tío me enseñó el camino hacia arriba, hacia atrás, remontando el río de sangre a través de las generaciones, y cuando llegamos a lo alto de la montaña vi que todos somos familia. Era mi tío, era nuestro Tío, el Tío William Baker.

Este no es su verdadero nombre. Su verdadero nombre es de lengua dakota, y no tiene traducción en los idiomas europeos. Un par de veces le oí pronunciar ese nombre, dentro de un tipi, sentados alrededor del fuego, como lo hizo él toda su vida con su gente, como lo hicimos todos tantas veces, allá, remontando el río. Creí que tendría muchas oportunidades más de oírlo, hasta poder aprenderlo de memoria, pero la vida me ha vuelto a sorprender con sus cierres abruptos de telón, con el filo de esa guadaña que nos va dejando del otro lado, hasta el próximo encuentro, allá, bajando el río. Una camioneta conducida por un yanqui poco atento embistió contra su auto desde atrás y terminó con la vida del Tío William y la de su nieto, que estaban volviendo a casa luego de una Danza del Sol, y así se terminaron las oportunidades de seguir conociendo al Tío, de recibir su medicina, de escuchar sus oraciones por un nuevo tiempo de paz y fraternidad en toda la Tierra. La vida es un misterio, pero quizás la muerte sea el misterio más grande de todos.

Conocí al Chief William Baker (pero ese no es su nombre) en Perú, más concretamente en las arenas de Karal, en el mismo lugar donde hace cinco mil años se irguió una gran civilización sudamericana que muy pocos conocen, una nación pacífica, que cultivó artes y ciencias, que construyó grandes ciudades en las que no había una sola arma. Ahí nos reunió un gran líder de estos tiempos, el Yatiri Cohaila, escuchando un llamado que venía (que viene) de lo alto de esa montaña, a gentes de todos los rincones de este continente y aun de los otros. Yo había llegado entre los primeros y vi cómo día tras día levantábamos el campamento para celebrar la primera Danza del Sol de Karal. Luego llegó el Tío y se levantó el tipi principal, donde nos reunimos por la noche a comer la medicina que traía de sus tierras, el Abuelo Hikuri, una planta sagrada que abre el corazón de la gente y ayuda a recordar cómo se vivía allá arriba, allá atrás. Esa noche no sólo conocí a William, también conocí cosas que no tienen traducción a este idioma, cosas que quizás no pueda contar jamás, pero que basta una mirada sin nubes para comprobar y compartir. En el amanecer que siguió a esa noche vi con mis propios ojos la Profecía del Cóndor y el Águila, ésa de la que muchos me habían hablado, ésa que dice que cuando se vea en el cielo al cóndor y el águila volar juntos, será la señal de que llega un nuevo tiempo de paz y fraternidad, de libertad para los pueblos. El águila es el ave del Norte, el cóndor es el Sur, y ahí estábamos, águilas y cóndores, y también búfalos y llamas y jaguares, gente de Ucrania, de Japón, de Australia… Ahí estábamos celebrando un pacto de unión, fumando las pipas de la paz. El Tío William nos enseñaba a hacer estas cosas.

Recuerdo sus palabras esa mañana antes de la primera Danza, “es tiempo de hablar de cosas espirituales, ¿de qué más vamos a hablar?”. Él traía la memoria de una nación con tan buena memoria que ni siquiera tenía escritura, porque no olvidaba las cosas como nosotros. Su nación no construía casas con ladrillos ni madera, hacía tiendas que cuando era tiempo de partir se levantaban y dejaban la tierra tal como la habían encontrado. No hacían monumentos ni placas mortuorias, no levantaban una sola piedra que perturbara la casa de los ancestros y de los que están por venir. Eso es lo que hace un pueblo espiritual, porque entiende -realmente entiende, no son sólo palabras- que aquí estamos de paso, que de aquí nada nos llevamos, que vinimos a esta tierra y a este cuerpo para aprender algo, precisamente algo sobre la materia, y luego nos volvemos con nuestro espíritu al otro lado, para que vengan otros a seguir aprendiendo. Esa memoria nos traía el Tío William cada vez que hablaba, cada vez que rezaba y conversaba con los espíritus que venían a visitarlo, y a través de ella nos enseñaba cosas tan simples que pueden llegar a estar escritas por todas partes. El tema es que leerlas de poco sirve, porque la escritura es cosa de desmemoriados. Él las aprendió de boca de su abuelo y así nos las enseñó, así me las guardé para aprenderlas a mi propio tiempo, dando mis propios tumbos en el camino de la vida para asimilar las verdades simples y duras y al fin graciosas que vine a aprender a este lugar.

En la última ceremonia que corrió en Karal, en un momento de la noche me dirigió una reprimenda bastante dura. “Tú no sabes tocar el tambor” me dijo. Y yo, músico estudioso y todo lo que quieras, me quedé mudo. Tenía razón. Había tocado bastante mal, se me resbalaba el palillo, tocaba muy fuerte como hasta entonces creí que debía hacerse, y para seguir el pulso de un canto lento bajé demasiado el ritmo del batido. Pero el tambor de agua siempre va rápido. Es el pulso del corazón de una madre que está pariendo, el de un niño que está naciendo, cómo va a ir lento ese corazón, cómo va a sonar tan fuerte como para entorpecer el canto que se eleva. Entonces el Tío arremetió, y no se quedó ahí, aprovechó para regañarnos a todos por cantar cosas que no entendíamos, por no ser lo suficientemente respetuosos con los ritos sagrados de su nación. Puede sonar exagerado, pero por celebrar esos ritos sus abuelos y bisabuelos fueron asesinados por el hombre blanco en el Norte. La Danza del Sol fue prohibida y perseguida a cañonazos. Si en una reservación se oía un tambor de agua, los sacerdotes cristianos denunciaban esa casa y llegaban los soldados. Esos instrumentos que pasaban por mis manos habían atravesado un genocidio entero para estar ahí, eran sobrevivientes, como el propio Tío William (no es su nombre verdadero). Pero él no me fusiló por eso. Tampoco me arrestó. “Practica” me dijo. “Aprende. Está bien. Todos estamos aprendiendo.” Eso me dijo el Tío, y la ceremonia siguió, y cuando volvió a repartir medicina me puso una pizca ínfima en la mano y luego se rió y agregó dos grandes cucharadas, y al día siguiente me tocó llevarlo de un lado al otro en una camioneta y nos reímos un buen rato. Me preguntó de dónde soy. “Me encantaría conocer Argentina” me dijo, “pero no suelo ir adonde no me invitan”. Me habría encantado decirle que era bienvenido en mi casa, pero en ese momento yo no tenía casa donde recibirlo, y además sentí que yo no era quien para invitar a un jefe de su talla por mi cuenta, eso correspondía a los líderes, etcétera. El hecho es que me arrepentí de no haberlo hecho, y estaba esperando la próxima Danza del Sol de Karal para corregirlo y decirle que cuando quisiera venir a Argentina sería bienvenido en mi casa, esté donde esté. También pensaba regalarle un pote de dulce de leche. Me pasa con los líderes ancianos que dan muchas ganas de hacerles un obsequio pero uno no sabe bien qué regalarles. Algo grandilocuente me parece desacertado si la ocasión o la relación no lo amerita, lo mismo ocurre con objetos de significación personal… Entonces volví a lo simple: lo que quería era ofrecerle algo sencillo que le haga pasar un buen rato, algo disfrutable a lo que él no tenga acceso y que yo pueda acercarle desde el lugar donde vivo. Un buen dulce de leche era un regalo perfecto. Quizás nunca lo hubiera probado aún. Y hace una semana que estoy sin poder creer que ya nunca podré regalárselo, que no voy a poder saber siquiera si él lo había probado alguna vez. Así es el misterio de la muerte, y eso es lo que nos enseña cada vez que nos pasa por al lado: estamos acá de paso, es un instante, la vida es ahora, es un presente, tómalo o déjalo, pero no lo dejes para después.

El Tío William estuvo bravo esa última danza. Su intención era corregir todo lo que andaba flojo, ayudarnos a aprender y enderezar el ritual para que, en unos cuatro o cinco años, él decía, se convierta en una verdadera Danza del Sol. Estaba entregado a ese propósito. Esa danza lo había traído a Perú y él se había instalado allí, enseñándole a los jóvenes y riéndose con esa gracia única, inolvidable. Era un hombre poderoso. Pero no hablo del poder que enseñan en la escuela y en la televisión, él no manejaba los destinos de muchos hombres ni tenía millones en una cuenta bancaria ni vestía lujosos trajes y joyas. Apenas se ponía una remera (a veces). En la calle más de uno podría haberlo tomado por un indigente, por un “pobre hombre”, y sin embargo su fortuna era tan grande que ahí andaba, regalándola por todas partes. Aquí guardo un poco de su tesoro, me lo gané por sentarme junto a él delante de un fuego y escucharlo durante noches enteras. Me lo gané por hacer las cosas como él decía y comprobar por qué lo estaba diciendo. Me lo gané y es tan grande que dan ganas de regalarlo. Es del tipo de tesoros que no valen nada si no se caminan, que no hay tinta ni papel que los atrape, ni muerte que los sepulte. Es memoria pura, y viene de allá lejos, remontando el río de la sangre. Viene de allá donde una vez fuimos hermanos, y padre e hijo, y hermana, sobrina, abuela y abuelo. Y va hacia allá donde seremos uno.

Gracias, Tío William. Siempre supe que eras una leyenda viviente. Hoy me toca contar esa leyenda.

Por todas mis relaciones.

Aho

Arenga en sol mayor (sonatina)

Cantemos esta tierra, vida mía,
que sea a rienda suelta y boca llena
y no la invada el eco de sirena
que aúlla en las ciudades de agonía.

Sembremos clarinetes por un día
y develemos la sutil colmena
que esconde el laberinto de la pena
a un paso de volvernos sinfonía.

Y que otros lloren la cuestión del oro
y midan cada gesto con decoro
o los asole la melancolía.

Nosotros divulguemos el tesoro.
Icemos hasta el sol un blando coro
que llueva en la esperanza y se haga guía.

Tanto va el fuego al faro

1

Empezaron a luchar, como quien dice aurora
e inventa el tórrido mundo con su propia mano,
como dioses infantes en el primer verano
decretaron la llama, zarparon al ahora
y luchar era sinónimo de estar despiertos,
tallar puertas, forjar llaves, remendar retazos
de la fiel bandera que auguraba a grandes trazos
profecías urgentes sobre el fin de los desiertos
con trompetas estruendosas de sol sostenido
y una legión de corrientes coreando futuros,
estampida majestuosa derribando muros,
sincronía de puños, comunidad del latido,
trémula fundación de la risa del mañana
en un abrazo de gritos que la sangre hermana.
 

2

Dejaron de luchar y fue de noche y cicuta,
velar en calabozos donde el sol no es invitado
entre los lienzos rotos de un sueño estrangulado,
deriva solitaria, renuncia a toda ruta.
Descubrieron tarde que las ganas no alcanzaban
para derrocar a los más pérfidos imperios;
desde las sombras un mercenario y mil misterios
minaron los planes en que, impávidos, confiaban
y trinó de abismo el temido pájaro bruno,
risas desvariadas tronaron como campanas
de anunciar invierno, de sepultar mañanas
y el sueño no pudo reencontrarse con ninguno,
tal huella dejaba en las entrañas la tortura,
tan empedernida la fusta con la cordura.
 

1

Volvieron a luchar porque alguien dijo ¡ya basta
de cargar en la espalda el cadáver prematuro
de uno mismo en avenidas agrias de sulfuro
mientras el corazón se nos pudre en una casta!
Se hablaron con miradas, se miraron la tez:
ya las cicatrices eran nudos acerados,
las viejas derrotas eran puentes señalados
en un mapa nuevo; y alborearon otra vez.
Qué festín de puñetazos contempló la tierra.
Cuánta astucia cosecharon esas rudas manos
domando la tormenta con gestos veteranos.
Cómo arrebataron la balanza de la guerra
y multiplicaron el coraje con las artes.
Hubo que agregar estrellas a los estandartes.
 

0

Dejaron de luchar, aunque parezca mentira.
Cuando ya eran carne con el cielo sus pisadas
una daga se abrió paso riendo a dentelladas
y a sangre fría hendió la garganta de la lira.
Era el dios pasado disfrazado de granuja,
la infinitésima reencarnación del terror
a una nueva piel, a las alturas, a un error;
resucitó el tirano y volvió a cero la aguja.
Y los viejos nombres retornaron a las bocas
(a las que conservaron los dientes y el derecho
al aire, a las mañanas, al silencio satisfecho).
Luchar sonaba a fábulas de las ancianas locas,
lección antepasada, ruinas indescifrables,
piezas para armar un monumento a los culpables.
 

1

Y volvieron a luchar. Otra vez. Sí, de nuevo.
Olvidados ya de hasta cómo se pronunciaba
un desafío, una arenga, hasta cómo se izaba
un puño; despertaron con el joven relevo.
Era el secreto de la vida, al fin lo entendían
y rieron tanto al saborear la moraleja
que se estremecieron los guardianes tras la reja
mientras ellos ardían, cantaban, se expandían.
Y tejieron lazos que ni los volcanes saben
cómo desatar y bendijeron con abrazos
esa sangre tierna que celaron a zarpazos.
La gloria y el honor que los envuelven no caben
en palabras de este tiempo, quién sabe de cuándo.
La muerte llegó un día. Los encontró luchando.

Formas de llegar

Hola… ho… hola, ¿me escuchás? Hola, ¿ahí? Hola, no, te quería… hola… te quería pedir perdón por lo de… no, pará, en serio te quiero pedir perdón… No, lo que pasó ayer pasó, ya sé, y lo que dijimos lo dijimos, pero la vida sigue y… Bueno, che, te llamé yo, ¿me vas a dejar hablar? Si no cortamos y ya está… No, pará, no cuelgues, escuchame un poco, por favor, ¿dale? Listo, gracias. Bueno… Yo sé que parece siempre la misma película, y capaz que es cierto, que es siempre la misma película, puede ser. Pero en todo caso, ¿esto es el nudo de la película? ¿Ésta es la gran trama, la gran cosa, lo que nos tiene que importar de la película? ¿Acaso es el final de la película? Yo creo que no, y yo quiero que no. ¿Está bien? No, no es todo lo que iba a decir, ¿por qué no me dejás hablar, negra? Si yo quiero arreglar las cosas acá… Negra, ¿hace cuánto nos conocemos vos y yo? ¿Mil años? ¿Dos mil? Ah, bueno. No, porque hablás como si me conocieras de ayer nomás… Claro, está bien, pero resulta que vos sos mi vida, entonces… Viste que uno a veces se puede lastimar a sí mismo y muy fiero, pero eso no quiere decir que uno no se quiera ni que uno no quiera estar bien, ¡uno quiere estar bien, pero a veces se equivoca! ¿Te acordás cuando éramos chicos, que me tiré del carro, adónde íbamos? Cierto, íbamos a los torneos infantiles, en Roma, y vos me habías llenado la cabeza con que era en el circo y los nenes teníamos que competir con los leones. ¡No había dormido en toda la noche del cagazo! Entonces lo mejor que se me ocurrió fue eso, escaparme de ese miedo de un salto, sabiendo que atrás venían más caballos y me iban a arrollar… Bueno, a lo que iba es a que uno se puede equivocar así y lastimarse, pero si uno no se perdona… Tenés razón. En eso tenés razón. Pero lo que yo te quiero pedir es que pongas un poco las cosas en perspectiva. Lo que pasó ayer pasó, y sí, no era la primera vez, me acuerdo perfectamente la primera vez porque fue exactamente el mismo día que empezó la cuarentena general por la peste. No, ésa no, ¡mucho después fue! La negra digo yo… la jodida. Pasó lo que pasó a la mañana y a la tarde ya estábamos encerrados en la casa, que en ese momento era “la nueva casa”… Te acordás… Ahí hicimos el amor por primera vez, después de tanto, tanto, pero tanto tiempo. Es que ahí sí creíamos que nos íbamos, era el final final. Y sin embargo, acá nos ves, yo el mismo tarado, vos la misma luz… no, pero si es así, y siempre te dije que es así, eso no me lo podés negar. Esto lo tenemos que superar, negra, si ya las pasamos todas, lo que no quiero es que pase como cuando por culpa de ya no sé qué te quisiste cruzar el Atlántico sola, y lo único que me quedaba era mandarte cartas infinitas con i de infierno que no sabía si te llegaban y cuándo y era vivir como tirado por cadenas para atrás, en la espera eterna, queriendo salir de un raje adonde fuera que me dijeran tu nombre, y era obvio que iba a pasar, que en algún momento un barco se iba a hundir con la carta en la que vos me estabas avisando que ahora te tenía que escribir a pero yo justo había tenido que, y fueron décadas y décadas de morirme despierto, negra, no quiero nunca más un desencuentro como ése, y ahora cada vez que nos pasa esto a mí me agarra la desesperación de que nos separemos de nuevo así, me quedó en el alma una de esas cicatrices que con el frío te vuelven a doler, ¿viste? ¿Hola? ¿Me escuchás? Hola… ho, hooola, que no se corte, por favor negrita, ¡hola! ¿Ahí me escuchás? Uf, celulares de mierda, ¡te quiero ver! Por lo menos con las cartas se leía todo, ¿no? Si llegaba, se leía todo, y estaba todo ahí, escrito, imborrable. ¿Vos tenés todavía esa carta, de cuando te encontré? Que casi no la mando, porque ya estaba tomándome el tren con una valija con nada, con lo que encontré a mano en cuanto me convencí de que era cierto… pero claro, ¡qué tren si trenes no había todavía! Claro, no se había inventado… qué bárbaro, entonces fue un carruaje lo que fui a buscar, estaba enardecido, adrenalina pura, era un caballo corriendo porque atrás se le desmorona el mundo… pero antes de salir, te escribí esa carta. Con el fuego subiendo. Se incendiaba la casa, el fuego trepaba mueble por mueble, y yo escribía. La casa era mi pecho. El fuego era este mismo que nunca se apagó, negra, el que me dice que te quiere ver ya y que cuánto más, y que estamos en la misma, con un celular o con una carta o con señales de humo estamos siempre lejos vos y yo, eso siento ahora… y si la culpa la tengo yo, si querés me corto las venas, y que venga de nuevo el cura aquél que me hizo encerrar en ese loquero de mierda, y fui yo el que lo tuvo que cuidar cuando el tipo era tan viejo que no se podía ni limpiar la mierda del culo, y yo esperando todavía para salir de ahí y volver a verte, y vos que debías estar viviendo tantas cosas, conociendo tantos amores que yo… Es larga la vida, negra. Yo me cansé de todo. Me cansé y me volví a emocionar y me volví a cansar otra vez. Todo. Pero si hay algo que sigo queriendo como si fuera un nene romano en penitencia porque besó a un esclavo… ¿te acordás? (risas) Si hay algo que me hace seguir siendo ese nene, después de todas estas vueltas, con esta mochila encima del alma, si hay algo sos vos, negra, y son las ganas de verte. Vos anulás los siglos, anulás las penas, las muertes, esta soledad de ser la piedra que mira el río, negra, ¿a cuántos amores habremos visto morir a esta altura? ¿Hace cuánto dejamos de contarlos? Esto podría haber vencido a cualquiera, debe haber vencido a muchos, quién sabe, pero ¿yo? Yo sé por qué me la banqué, por qué me banqué ese loquero que parecía un campo de pruebas para pensar bien cómo hacer la Inquisición después, y sé por qué me banqué ese siglo entero de esclavo en esa tierra de salvajes, cuando tuve que matar al hijo de puta que te había ultrajado en Rávena y me tuve que rajar y toda la historia, esos años sí que los conté, negra, fueron ciento catorce años laburando una huerta de mierda al borde del Báltico y encima sin saber qué había sido de vos, si estabas bien, si habías leído la carta, ja, otra vez la carta, que te había dejado en la tortuguita de cuando éramos chicos, la de mamá… Sabés qué loco, el otro día, no te lo conté esto, me había olvidado por completo, pero… Estaba en un hotel con la televisión prendida, y pasaban uno de esos subgéneros del noticiero que son los programas “de divulgación científica”, ¿viste?, y el tema era “Roma antigua“, ja, para cantarse un tango, ¿no? Bueno, estaban hablando de no sé qué excavaciones por España, y adiviná la tortuguita que mostraron en cámara, exhumada en la región de no sé dónde… ¿me escuchás? ¿Hola? ¿Estás ahí? ¡Hace cuánto que estoy hablando solo, la puta madre! Bueno, le escribo un texto… Menú… Mensaje nuevo… Añadir destinatario: Negra.

Esta obra recibió el 2º Premio en la categoría Cuento de la Bienal de Arte Joven de La Plata, 2011

Apología

Yo estaba ahí cuando cayó la noche.
La vi atravesar herida los matorrales.
Sentí sus aullidos, pero no quise entender
las palabras que gemía, por respeto
y por temor a no olvidarlas nunca.

Yo vi cuando cayó la noche,
le dispararon por atrás
como hacen los cometas cobardes
–polizontes astrales incapaces de dar calor–
y ella parecía saberlo de antemano,
un velo de paz le cubría los ojos
como a esos que perdonan a sus asesinos

y vi a la noche caer acribillada
y no de estrellas... de antorchas fanáticas
que trazaron medicinas mientras duró la agonía
y se hundieron de cabeza en la arena como botellas
–como sacrificios de luz–
como los párpados cosidos de un santo.

Pero la noche ya estaba lejos.
Yacía boca abajo y apenas se sacudía
y su único ojo clavado en mí
me confiaba el testimonio
la epopeya o triste elegía
que vierto en garabatos ante este tribunal
sin haber encontrado antes el río de agua blanca
que lava los recuerdos hasta hacerlos espuma
–barba de cielos, jinete de mares, vello de lunas–
donde el yo hace su baño de inmersión en el todo ser.

La noche era inocente, su señoría.
Bien lo sabemos todos.
¿Quién no fue a comprarle cigarrillos de contrabando
y volvió con un barrilete en forma de mandala?
¿Quién no fue su nieto o su pretendiente?
¿Quién no miró sus piernas y tragó saliva
ni sostuvo su blanda nuca de bebé en la mano
y dijo que sí con la cabeza al escucharla?

Al charco de sangre que brotó de la noche
lo llamamos agujero negro
o aljibe invertido
y arrojamos piedras en él y nos tiramos de cabeza
y algunos no hemos vuelto de ese otro lado.

El revólver que fue hallado en sus manos
fue plantado por los corruptos sabuesos del sol.
Que se arranquen la lengua antes de nombrarla.
El cuchillo de su cinto es otra cosa...
¡Lo llevaba desde la cuna!
¡Con él abría el tajo en el cielo para entrar!
¡Con él picaba a los lobos cuando quería concierto!
¡Con él tronchaba el corazón de los hijos
que le sacrificaban hace no mucho en altares
y hoy en callejones, en calabozos y bares!

Cayó con las botas puestas, corriendo como un lince.
El viento que no cesa es el eco...
es el eco.
Lo que corresponde es tapiar las ventanas
y prender fuego las casas
con nosotros dentro.

Por si no lo han descubierto:
sepan que yo disparé la flecha
a la flor de mil pupilas, en el centro
... en el centro.
Yo que la amé como aquí no se conoce.
Yo, que la adoré como una hormiga a una naranja,
que la necesito como un rey a su espejo,
yo solté la cuerda entre mi ojo y su pecho
porque sabía que venían a toda marcha los carros
–anunciados por heraldos de barba roja–
y traían al terrible emperador al hombro.

Estaba rodeada, no había salida.
Así que antes que burlones verdugos
me adelanté a abrirle yo la puerta, con reverencia
y ser la alfombra y el cadalso
y el culpable
y sé que ella estaría orgullosa

aunque eso no importe nada.

Aunque a la vuelta de esta esquina
encontremos la canasta abandonada,
escuchemos el llanto de un hambre nueva
y no recuerde nada, y crezca hasta ser reina
y como una araña envenene a los gallos
y nosotros repitamos los ritos.

¿Cómo no ahorcarla con estas manos
que son el cuenco del río negro?