Tanto va el fuego al faro

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Empezaron a luchar, como quien dice aurora
e inventa el tórrido mundo con su propia mano,
como dioses infantes en el primer verano
decretaron la llama, zarparon al ahora
y luchar era sinónimo de estar despiertos,
tallar puertas, forjar llaves, remendar retazos
de la fiel bandera que auguraba a grandes trazos
profecías urgentes sobre el fin de los desiertos
con trompetas estruendosas de sol sostenido
y una legión de corrientes coreando futuros,
estampida majestuosa derribando muros,
sincronía de puños, comunidad del latido,
trémula fundación de la risa del mañana
en un abrazo de gritos que la sangre hermana.
 

2

Dejaron de luchar y fue de noche y cicuta,
velar en calabozos donde el sol no es invitado
entre los lienzos rotos de un sueño estrangulado,
deriva solitaria, renuncia a toda ruta.
Descubrieron tarde que las ganas no alcanzaban
para derrocar a los más pérfidos imperios;
desde las sombras un mercenario y mil misterios
minaron los planes en que, impávidos, confiaban
y trinó de abismo el temido pájaro bruno,
risas desvariadas tronaron como campanas
de anunciar invierno, de sepultar mañanas
y el sueño no pudo reencontrarse con ninguno,
tal huella dejaba en las entrañas la tortura,
tan empedernida la fusta con la cordura.
 

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Volvieron a luchar porque alguien dijo ¡ya basta
de cargar en la espalda el cadáver prematuro
de uno mismo en avenidas agrias de sulfuro
mientras el corazón se nos pudre en una casta!
Se hablaron con miradas, se miraron la tez:
ya las cicatrices eran nudos acerados,
las viejas derrotas eran puentes señalados
en un mapa nuevo; y alborearon otra vez.
Qué festín de puñetazos contempló la tierra.
Cuánta astucia cosecharon esas rudas manos
domando la tormenta con gestos veteranos.
Cómo arrebataron la balanza de la guerra
y multiplicaron el coraje con las artes.
Hubo que agregar estrellas a los estandartes.
 

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Dejaron de luchar, aunque parezca mentira.
Cuando ya eran carne con el cielo sus pisadas
una daga se abrió paso riendo a dentelladas
y a sangre fría hendió la garganta de la lira.
Era el dios pasado disfrazado de granuja,
la infinitésima reencarnación del terror
a una nueva piel, a las alturas, a un error;
resucitó el tirano y volvió a cero la aguja.
Y los viejos nombres retornaron a las bocas
(a las que conservaron los dientes y el derecho
al aire, a las mañanas, al silencio satisfecho).
Luchar sonaba a fábulas de las ancianas locas,
lección antepasada, ruinas indescifrables,
piezas para armar un monumento a los culpables.
 

1

Y volvieron a luchar. Otra vez. Sí, de nuevo.
Olvidados ya de hasta cómo se pronunciaba
un desafío, una arenga, hasta cómo se izaba
un puño; despertaron con el joven relevo.
Era el secreto de la vida, al fin lo entendían
y rieron tanto al saborear la moraleja
que se estremecieron los guardianes tras la reja
mientras ellos ardían, cantaban, se expandían.
Y tejieron lazos que ni los volcanes saben
cómo desatar y bendijeron con abrazos
esa sangre tierna que celaron a zarpazos.
La gloria y el honor que los envuelven no caben
en palabras de este tiempo, quién sabe de cuándo.
La muerte llegó un día. Los encontró luchando.

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