A la memoria de Mariano Etkin
Quién no salió de una clase suya odiándolo… Quién no volvió a amarlo en la siguiente. Quién no se aprendió de memoria sus relatos sobre Boulez y el Di Tella, sus citas de Schoenberg, de Cage, de Xenakis, la del dentista y su definición del cepillado dental ideal que decía en cada clase inaugural para los ingresantes de Composición en Bellas Artes, quién no admiró su capacidad de memoria de caras, apellidos y lugares de procedencia de sus estudiantes y su inagotable repertorio de anécdotas en cualquier lugar imaginable… Quién no aprendió a llegar a las doce en punto a su clase para no quedarse libre y quién no deseó que las clases duraran más… Un montón de gente, en realidad. Cualquier persona del mundo que no haya tenido la suerte de conocer al maestro Mariano Etkin. Por eso siento la necesidad de escribir sobre él, porque se acaba de cerrar la invitación permanente y gratuita que ofrecía este hombre para compartir la pasión por la música, para aprender a escuchar cada vez más hondo y más fino, para reflexionar no sólo sobre la música sino sobre cualquier inusitado aspecto de la vida que se le pudiera ocurrir, porque infaliblemente la conexión llegaría, la idea florecería, porque con él todos los caminos conducían a la magia del sonido. Y a la tragicómica ventura de dedicarle la vida.
Yo, que me demoré tantos años en terminar la carrera de Composición, resolví que no podía dejar pasar un año más sin cursar Compo IV, porque es sabido que los años pasan y desde la primera clase que tuve con él (¡en 2007!) su cabello era completamente cano y su coronilla relucía de calvicie. No es que me viera venir tan trágico final, sólo temía que se jubilara. Y es como si él me hubiera esperado. Me anoté este año y fui con ansiedad a la primera clase… Ahí estaba el viejo Etkin, como si los demonios de la ancianidad se le hubieran venido encima de golpe, pero presente, esperando el silencio necesario para empezar a hablar con un débil hilo de voz, acerca de lo de siempre, de todo, y un poco más del tema que nos reunía allí, el desafío de componer para orquesta. Incluso tuve la fortuna de quedar en su comisión para corregir los trabajos, se me cumpliría ese “sueño del pibe” de poder mostrarle un trabajo propio y recibir sus devoluciones, sus consejos, sus toneladas de sabiduría personalizada. En la primera clase de correcciones no tuve la suerte. “La próxima sí o sí” me dije. Escribí cuanta música pude para honrar la ocasión y guardé en la mochila un librito que pensaba regalarle. En la facultad me avisaron que lo habían internado. Y me la vi venir entera. Es decir, la sospecha que acarreaba desde aquella primera clase se volvió presagio. La semana siguiente fue esta triste semana. Como un fan que se quedó afuera del rito, en mi fuero interno lamenté mi propia mala suerte, pero en el fondo algo me dijo que esa fue la lección, que el viejo ya me lo había dicho todo y hasta al irse sin haber visto una sola nota de mi primera obra para orquesta él me estaba dando la clase de mi vida, la clase magistral que siempre soñé y que siempre dio, invariablemente en cada clase y charla y escrito. Como si me estuviera diciendo: “no importa, Alaimo, que me muestre o no me muestre la partitura, no importa lo que yo le diga o deje de decirle; usted también tiene que atravesar el desierto solo”.
Así nos sentimos hoy sus estudiantes. Solos como en ese minuto interminable de la hoja en blanco, como en esas horas derramadas en escribir y borrar y volver a escribir música nueva, ese tortuoso debate interno entre asignar una melodía a un clarinete o a una viola, entre desarrollar un motivo o crear un contraste, entre dar duración de blanca o de redonda a esa nota que nos trajo acá. Solos como siempre lo está y lo estará el creador en las fatigosas jornadas de su oficio, aunque hoy se note más porque hoy somos también un poco huérfanos. Se nos fue el capitán. El que nos empapó cuanto pudo de esa tradición que él veneraba y que, todos lo sabemos o al menos yo lo sé y él lo sabía, está en vías de extinción. Esta nave de los locos que hacen música rara se quedó sin almirante, pero lo cierto es que se fue con las botas puestas. No dejó de trabajar hasta su muerte. Si hay algo que inspire orgullo de ser su discípulo es eso. Ya estaba gravemente enfermo –era notorio y tema de conversación constante– y aún así, después de cuarenta años de enseñanza musical, seguía viajando a La Plata cada semana para escuchar nuestros planes de conquistar el mundo desde una partitura, él que ya lo había escuchado todo (varias veces).
Y no sólo dando clases, también murió componiendo. En nuestro último encuentro contó de la obra para orquesta que le habían encargado y que estaba terminando… Yo que me mortifico hoy por tener que lidiar con la titánica tarea de escribir música para cien instrumentos en hojas gigantescas llenas de pentagramas, me imaginé a ese hombre, al que le costaba caminar, sentado en su escritorio, entregando las pocas horas que le quedaban a esa inmensidad, a caminar solo por ese desierto… Dicen que llegó a terminarla el domingo, es decir tres días antes de morir. Y recuerdo a otro gran músico que se fue este año, David Bowie, que llevaba año y medio de padecer un cáncer cruel y resistió para crear su última (y monumental) obra, tanto que murió un día después de publicarla. Uno que vio tantas películas pero sobre todo que vio tanta realidad no puede dejar de trazar la idea: estiraron su vida para completar su obra. Como si hubieran negociado cara a cara con la muerte y hubieran conseguido ese milagro secreto, o al revés, como si sólo la obra y la pasión que ella encarnaba les hubiera dado el impulso suficiente para estirar sus horas un poco más, y una vez culminada, concluido el rito, cerrado el ciclo, los dejara arrojados en su desnuda condición de seres mortales y ajados. El estreno de esa obra ya está pautado para el año 2017. Será en el primer aniversario de su partida, será como ir a esa clase que nos quedó pendiente.