El mesías del fútbol

UNA HISTORIA ÉPICA VIVIDA EN TIEMPO REAL

Creo tener una explicación para lo que hemos vivido estas últimas semanas, incluidas todas las postales surrealistas de los festejos populares en Argentina, incluidos los acalorados debates en torno a la vulgaridad, la perseverancia, el juego limpio y todos los detalles que componen la experiencia colectiva que significó el mundial de fútbol, no sólo para los argentinos sino para cualquier persona que le haya prestado la suficiente atención como para contagiarse de la fiebre mundialista.

Con mayor o menor temperatura, esta fiebre siempre ocurre con puntualidad cada cuatro años, como corresponde al evento mayor del deporte más popular del planeta. Y esa fiebre no le debe nada al gigantesco operativo publicitario que instaló el evento en todas las pantallas y tabloides. Aunque a mi maestro Borges no le entraba en la cabeza cómo puede despertar tanta pasión que «once tipos corran detrás de una pelota», a mí me parece tan natural como la pasión que despiertan (para algunos) dos personas frente a un tablero de ajedrez, o (para otros) la que despiertan quienes se aventuran a escalar montañas o encontrar cualquier tipo de receta para la felicidad, como la que despiertan para otros los cuentos fantásticos y la poesía (esa pasión fue la que hizo de aquél mi maestro y de mí su discípulo), como la que ahora despiertan algunas películas y series de ficción y antes lo hacían las grandes novelas, y antes de eso los poemas épicos, el teatro, las sagas, los mitos…

En fin, más allá del contenido y las reglas del juego, lo que apasiona a la humanidad son las historias. Creo que ésa es la pasión más grande de nuestra especie: las historias, sean ficticias o reales, románticas o bélicas, íntimas o colectivas, mitológicas o improvisadas, sobre el pasado o sobre el futuro, sobre dioses o animales, sobre personajes célebres o sobre uno más del montón al que un día le pasó algo. No es difícil imaginar que el arte de contar historias sea tan antiguo como la propia humanidad, quizás la primera forma de arte, la primera forma de educar, la primera forma de establecer normas, la forma germinal de la memoria colectiva y por ende de la cultura.

Y creo que todo el mundo vivió con tanta pasión este mundial de fútbol y su desenlace porque fue algo más que un evento deportivo: fue una gran historia, que para colmo no fue de ficción sino real, no fue en el pasado sino en el más puro presente y, sobre todas las cosas, fue una historia que terminó bien.

Porque éste no fue un mundial más del deporte más popular del planeta, y todo el mundo tuvo la oportunidad de enterarse tarde o temprano; quien no lo supiera de antemano lo captó en alguno de los progresivos capítulos que precedieron y prepararon la Gran Final: el de Qatar 2022 fue el Mundial de Messi.

Días antes de la inauguración publiqué en Instagram esta cosa entre el poema y el meme:

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y en el pie de foto comentaba la peculiaridad fenomenal que para mí tenía este mundial. Comentaba que para mí la poesía (léase el arte, la belleza, el arrebato de trascendencia que nos inflama de pronto) se puede encontrar en cualquier parte, y que por eso durante un mes la íbamos a encontrar concentrada en un cuadrilátero de pasto entre dos arcos, y esa poesía no se iba a escribir con tinta sobre papel sino con una pelota.

No siempre el fútbol es poesía. Es un deporte, y el deporte tiene otras leyes, que se parecen más a la guerra que al amor. Siempre hay dos fuerzas (equipos o jugadores solitarios) que compiten, y uno gana y otro pierde. Eso no es arte, es deporte; una forma estetizada, o ritualizada, de la guerra. Pero en ese contexto competitivo hay momentos de belleza: atajadas voladoras, caños, gambetas, jugadas colectivas que parecen una coreografía de danza, goles espectaculares, jugadas individuales que parecen de película. Hay un ejemplo que es demasiado obvio porque es demasiado perfecto: el gol de Diego a los ingleses. Me refiero al segundo, el Gol del Siglo, el que Víctor Hugo Morales tradujo del lenguaje del fútbol al lenguaje alfabético sin perder una gota de poesía en el traspaso. Pero el gol de la Mano de Dios también fue poético. Y ambos «poemas futbolísticos» fueron apenas dos versos en el gran poema épico que fue el Mundial ‘86.

Son sobre todo esos jugadores extraordinarios los que convierten el deporte en arte; por eso da tanto placer verlos jugar, sin necesidad de ser un fanático ni un entendido del deporte en cuestión; algo así pasaba con Federer en el tenis y con Michael Jordan en el básquet, esos superdotados que hacen cosas que parecen imposibles, que rozan lo fantástico y redefinen el concepto de perfección en su disciplina. Que nos hacen pensar en dos palabras: «magia» y «genio».

La cuestión con este mundial era que lo iba a jugar uno de esos superdotados que hacen deporte y arte al mismo tiempo: Lionel Messi, el mejor jugador del planeta prácticamente desde que debutó en el Barcelona, una bestia imbatible con la pelota que ganó todo lo que se podía ganar… todo menos el mundial. Y creo que sólo por ese detalle había que plantear entre paréntesis, como hice yo en aquel post, la idea de que es el mejor de todos los tiempos. Tuvo que pasar este mundial para que se impusiera definitivamente un reconocimiento que hasta entonces seguía reservado para Maradona.

Ese único –pero importantísimo– detalle hacía que este mundial no fuera uno más de la historia sino una promesa de espectáculo fenomenal y de historia épica1.

Paréntesis: Acá es donde aclaro mi propia situación «ambigua» respecto al fútbol, para no seguir sintiendo la necesidad de atajarme frente a los bandos opuestos a los que no pertenezco. No soy un fanático futbolero. Lo fui de chiquito, por crianza familiar pincharrata, pero en la adolescencia tuve un doble desencanto, cuando vi cómo se arreglaba el torneo apertura del 2001 para entregárselo a Racing y al año siguiente pasaba lo mismo en el mundial para favorecer a Corea del Sur y Brasil. Vi cómo la política y los negocios atravesaban y tergiversaban los torneos, más allá de la lógica concentración de los mejores jugadores del mundo en las ligas europeas y su réplica nacional entre los clubes «grandes» y los «chicos». Desde entonces, me quedé con el disfrute deportivo del buen fútbol pero libre del apego sentimental del fanatismo. Dejé de ser socio de Estudiantes, le perdí el hilo a la formación titular y dejé de sufrir por el promedio del descenso. Pero me quedé con el arte: el placer de un buen partido, la efervescencia de un duelo peleado, la ponderación de un buen esquema táctico, el vértigo de las contraofensivas, la relojería del tiqui tiqui, la adrenalina de los penales. Y me quedé también con el folklore: me alegro cuando gana Estudiantes y festejé sus últimos campeonatos; me alegro en general cuando un equipo chico sale campeón y más que nada soy hincha de Argentina en cualquier momento y lugar.

Con todo esto quiero explicar que seguí el mundial con objetividad, sin perder de vista las cuestiones menos felices que para muchos eran motivo de rechazo del evento entero. Los medios de comunicación del mundo señalaban peculiaridades en la organización del torneo que ya de por sí lo volvían llamativo: el país sede era Qatar, un país sin tradición futbolística (cuya selección fue la primera anfitriona en la historia de los mundiales que pierde los tres partidos de la fase de grupos y obtiene cero puntos), lógicamente sin otro interés que el económico para postular su candidatura, entendida como una gigantesca inversión de un pequeño gobierno árabe lleno de dólares para atraer atención, turismo, negocios…2 Se habló de las obras faraónicas, de la repudiable explotación de los trabajadores que levantaron los estadios y la infraestructura para recibir a los aficionados. Se habló también de la triste condición de las mujeres en el mundo árabe –con formas de opresión tan groseras que no hace falta discutirlas, como ocurre con las de Occidente–, de que la homosexualidad o cualquier identidad sexual no hegemónica es considerada un delito… Se habló menos de la lucha popular en Irán contra esta opresión, de las ejecuciones de manifestantes por los derechos femeninos, de los intentos de la selección iraní y sus aficionados por difundir la situación en los partidos, de la condena a muerte de Amir Nazr-Azadani, miembro de esa selección, por apoyar las protestas… y algo se dijo sobre el silencio cómplice de la FIFA ante todo esto, anteponiendo siempre los negocios a «la política» (léase: los derechos humanos), boicoteando las protestas de los planteles y los aficionados en pos de una problemática «neutralidad».

La actitud de la FIFA no es nada nuevo: recuérdese el Mundial de Argentina 1978 bajo la dictadura genocida, o el de Italia 1934 con Mussolini. Aunque no deja de ser contradictoria la suspensión de Rusia a raíz de la invasión de Ucrania, motivo político que no se aplicó sobre EEUU cuando invadió Iraq en 2003. Tampoco es novedad el uso del mundial como propaganda del gobierno del país sede, que siempre trae resultados adversos para el mismo…

Todo esto también fue parte del mundial, pero es una historia aparte. Es parte del contexto en el que se inserta el deporte, es ni más ni menos que la sociedad y el mundo en que vivimos. La violencia y la opresión van a rodear de una u otra forma cualquier evento deportivo que se juegue en cualquier país del mundo, al menos hasta que el mundo cambie. Y como dijo un gran poeta del fútbol: la pelota no se mancha. La esencia del mundial, que encerraba una promesa de hito histórico, estaba en el cuadrilátero de césped, y rodaría entre los botines de sus protagonistas.

Todo lo demás se convirtió en condimento de ese festival de equipos y goles. Y con el correr de los partidos, todos los equipos y goles se irían convirtiendo en condimentos de la Gran Historia de este Mundial, la historia épica de Messi, la leyenda en vida del fútbol, y sus aguerridos compañeros de equipo, en su campaña por la ansiada y postergada copa que habría de coronarlo de una vez por todas como rey eterno del fútbol.

Había demasiada mística concentrada en este equipo y su capitán. Se constató en la inédita afición por Argentina desde todos los rincones del mundo, que no se limitó al apoyo de los países hermanos de América Latina (exceptuando a los rivales históricos, Brasil y Uruguay) o al insólito caso de Bangladesh. Conforme la selección avanzaba hacia la final, se pudo ver declaraciones de todo tipo de farándula internacional, desde Adele y Bad Bunny hasta Mads Mikkelsen, elogiando a Messi y deseando el triunfo de Argentina. ¿Por qué? No sólo por Leo, sino porque en ese momento y lugar se condensaba algo así como una profecía, el final de una larga saga épica, una gran historia, fundada en la gloria de un pasado mítico que estaba llamado a regresar. Una historia que estaba cumpliendo 36 años de edad, porque había empezado en México ‘86.

La historia de este mundial es una gema porque parece el arquetipo mismo del «viaje del héroe»; contagió tanto la fiebre mundialista y caló tan hondo en los sentimientos de la gente porque tiene la misma estructura de las leyendas heroicas que nos hemos contado desde el principio de los tiempos, y que hoy se replican en sagas de libros y películas y series. Star Wars y Luke Skywalker. The Matrix y Neo. Game of Thrones y Jon Snow. Harry Potter y… Harry Potter. Todas son reencarnaciones del mismo mito del héroe, marcado desde su nacimiento y alejado del poder hasta que está preparado para su iniciación y su conquista de la gloria. El Señor de los Anillos: hubo un primer héroe, Bilbo Bolsón, cuya intrépida gesta (El Hobbit) se convirtió en leyenda y sentó las bases para la lucha definitiva del nuevo y último héroe, Frodo, descendiente del primero, en su propio arduo y transformador camino al epicentro del mito, Mordor.

En la saga futbolística que nos ocupa, el primer héroe fue Maradona, que con sus dos goles inolvidables le dio el triunfo a Argentina sobre Inglaterra (en «el partido más geopolítico de la Historia» como dijo Macron, ya que en él repercutía la Guerra de Malvinas del ‘82 y ese triunfo argentino explica el fanatismo albiceleste de pueblos anti-ingleses como India y Bangladesh hasta el día de hoy). Maradona, el mejor futbolista del siglo XX, conquistó la copa del mundo junto a sus fieles compañeros, de la mano de un director técnico controvertido pero igualmente heroico como Carlos Salvador Bilardo, que «sacrificó su vida» por el fútbol. Esa gesta se convirtió en leyenda, se convirtió en mito, en la fuente de la mística por la camiseta argentina y de la canonización de su héroe, Maradona, que se convirtió en un pasaporte argentino universal, porque donde quiera que un argentino se encontrase, hasta en el último rincón del planeta donde no hubiera forma posible de comunicación verbal, la palabra «Maradona» abría la puerta de las casas, provocaba palmadas amistosas, destapaba botellas.

Y ese mito encontró pronto su reverso: la final de Italia ‘90, la oportunidad del bicampeonato malograda por un polémico penal que le dio la copa a Alemania. El final de la era Bilardo, primero. Y después, la caída en desgracia de nuestro héroe. Maradona y las drogas. El antidoping de 1991 en Italia, su primera suspensión futbolística y el comienzo de la persecución judicial y mediática, y luego el antidoping del mundial USA ‘94, el día que al héroe «le cortaron las piernas» y se frustró su carrera para siempre.

Entonces comenzó la «maldición» para Argentina: pasarían años y años y la selección no conseguiría ganar un nuevo torneo internacional. Las sospechas de un complot de la FIFA contra Maradona por su disidencia aportaban un condimento político-ideológico. La era del jogo bonito de Brasil que ganó dos copas en 1994 y 2002 le agregó un doloroso componente psicológico y folklorístico. La final perdida en Brasil 2014 llevó las cosas a una dimensión trágica e incluso metafísica: se empezó a hablar del «síndrome de las finales», cada una más urgente por el peso de la anterior y entre todas tomaba forma el fantasma de la maldición echada sobre nuestro héroe histórico, transmitida por herencia directa a la selección y a prueba de nuevos ídolos, como Messi, el heredero del mito, astro del fútbol mundial a la altura de Diego, que en 2014 lideró la campaña por la reconquista de la copa, pero cuya poesía no alcanzó para torcer la batalla final y le valió el desprecio del público argentino (léase: del periodismo deportivo), que sin ver la copa en sus manos no podía reconocerlo como digno sucesor al trono de D10S.

Primero dijeron que Messi tenía cierta forma de autismo, después dijeron que no sentía suficiente «amor por la camiseta» argentina… Lo que hacían una y otra vez era compararlo con el mito original: con Maradona. Comparaban el carácter sosegado y sencillo de Leo con el carisma y la verborrea de Diego, y veían en lo primero un «pecho frío» y en lo segundo un líder audaz e irrepetible. ¿Por qué? Porque uno tuvo buena suerte y el otro no. Uno metió un gol con la mano en un mundial y no lo echaron. No existía el VAR en aquel entonces. Y como no lo echaron tuvo la oportunidad de hacer el Gol del Siglo. Honestamente te hace pensar que tuvo ayuda divina, que el destino mezcló las cartas para que Diego pudiera levantar esa copa. En cambio Leo, que no hizo ningún gol con la mano y se gambeteó hasta a las sombras de sus oponentes durante casi dos décadas, no encontró esa mano de Dios para pasar al otro lado de la Historia, y mordió el polvo una y otra vez, agregándole más peso a la mochila y, en consonancia, agigantando cada vez más la sombra del mito inalcanzable de D10S.

Y cómo serán las leyes de esta antigua historia del héroe, cómo será que le gustan los símbolos y las simetrías, que el punto de inflexión en el martirio del joven héroe coincide precisamente con la muerte del héroe viejo. Maradona murió en el 2020. Scaloni ya llevaba dos años como nuevo DT de la selección, a la cual había traído el aire fresco de la renovación generacional, pero así y todo en la Copa América de 2019 Argentina se había quedado en la semifinal. El fantasma del padre seguía ahí, oprimiendo la espalda del nuevo profeta y dándole de comer a los buitres periodísticos. Sólo después de la muerte de nuestro ídolo nacional indiscutido fue que Argentina pudo romper la maldición, casi inmediatamente y con simetrías simbólicas por donde se mire: en 2021 Argentina ganó la Copa América en Brasil, en el Maracaná, ahí donde se había quedado a un paso de la gloria en 2014, ganándole nada menos que a Brasil. Muerto el poeta maldito del siglo XX, el joven poeta del siglo XXI no tardó un solo torneo más en tomar lo que le correspondía: la gloria de levantar una copa con la celeste y blanca, terminando así con 28 años de sequía para un país que respira fútbol, que a la noche sueña con fútbol y a la mañana desayuna fútbol. La sequía que empezó con la tragedia deportiva de Maradona se agotó con la tragedia de su muerte. El mundo (o el país) ya estaba listo para coronar a un nuevo rey.

Así llegamos a este mundial. ¿Cómo no iba a generar una expectativa inaudita? Si el interés deportivo de ver competir a los mejores jugadores del mundo no fuera suficiente, ahí estaba Leo Messi, el mejor entre los mejores, que venía más motivado que nunca a buscar la única copa que le faltaba para culminar una carrera sin parangón. Rumores de que sería su último mundial. Rumores de que son sus últimos partidos. Ya no es un «joven héroe», es un veterano con todas las letras. Y ya se sacó la mochila de encima. La maldición se ha roto. Después de ganar la Copa América, Argentina ganó la Finalissima contra Italia como quien pasa a cobrar un cheque, sin esfuerzo e inflando el pecho de los hinchas argentinos de orgullo e ilusión. Qatar 2022 no podía ser otra cosa que el Mundial de Messi.

Y ahí llega lo más salado. El mundial en sí mismo, tal como sucedió. Calculo que quien esté leyendo esto vio todos los partidos de Argentina así que no hace falta entrar en muchos detalles, pero no deja de ser llamativo cómo empezó y cómo terminó esa historia. Argentina empezó perdiendo. Y no con un gran equipo sino con la inconsistente Arabia Saudita. No debe haber habido persona en el mundo que haya apostado contra Argentina en ese partido, ni siquiera las esposas de los jugadores saudíes, y sin embargo así fue, y Argentina perdió dos años de invicto en su debut del torneo al que se perfilaba como favorito.

Ese insólito revés tuvo un doble efecto, deportivo y narrativo, es decir psicológico y épico. Pero en ambos casos fue un efecto positivo. En lo narrativo está claro: es como el cuchillazo que el emperador le clava por la espalda al esclavo con quien se va a batir en duelo en la película Gladiador: una artera desventaja inicial que sólo puede volver más heroico su triunfo. En lo deportivo, puso tal presión sobre el equipo que no permitió el más mínimo margen de error en adelante, y la motivación era tan grande que el equipo convirtió esa presión en enfoque y entrega absoluta, jugando cada partido como si fuera una final, a todo o nada, y eso lo fue templando para llegar a la final con una solidez implacable.

Lo que más disfruté en el mundial fue el progreso que mostró el juego del equipo argentino desde el primer partido hasta el último. Después de la derrota inicial, contra México costaba horrores que la pelota cruzara el mediocampo y ni hablar de generar oportunidades de gol. Pero en cada partido el equipo se fue soldando, como si aceitara los engranajes para encontrar los huecos y las asociaciones óptimas, y también los titulares definitivos. Hasta que el día de la final, futbolísticamente, Argentina pasó por arriba al campeón mundial vigente. Se fue al entretiempo ganando 2 a 0, y estaba claro que la diferencia podía ser mayor. No les dejaban tener la pelota. Cualquier observador imparcial habría coincidido sobre quién merecía ser campeón, quién estaba jugando como un campeón.

Pero el destino quería que costara más todavía, que los guerreros y su líder sangraran todavía y no un poco sino bastante más, porque Francia iba a empatar el partido dos veces seguidas, en el tiempo complementario y en el suplementario, y casi lo dio vuelta en el ultimísimo minuto, con lo que hubiera arruinado toda esta historia y hecho imposible este texto y el festejo de cinco millones de personas en las calles de Buenos Aires y ese largo etcétera que nos sigue alegrando gratis cada día. Francia estuvo a punto de quitarle el mundial a Messi, pero ahí estuvo el otro gran héroe de esta historia, ese personaje digno de los tatuajes que le están dedicando, el «Dibu» Martínez, que atajó la pelota más importante de su carrera y aseguró la tanda de los penales. Si hubo una mano de Dios en este mundial, apareció en ese momento, para acomodar la pierna del arquero argentino en el lugar preciso para detener el remate de Muani.

Muchos sintetizaron el partido con la frase «nacimos para sufrir». Yo creo que es al revés: nacimos para disfrutar. Pero los triunfos se disfrutan más cuando se ha sufrido para conseguirlos. Entonces no hay triunfo que se disfrute más que un triunfo por penales. Si había una forma dramática, tensa hasta lo infartante y agónica hasta la desesperación, de concluir una historia épica como ésta era con una definición por penales. Como si Frodo y Sauron se batieran a un duelo de pistolas, o se decidiera la suerte de una guerra mundial con una pulseada china o un piedra, papel o tijera. «El bien y el mal definen por penal» dice la canción. Así tenía que ser para que esa final estuviese a la altura del mito original que venía a replicar, a honrar y actualizar. Por penales se definió la final más electrizante de la historia de los mundiales, y el círculo abierto por la gesta de Maradona en el ‘86 se cerró de manera impecable con la gesta de Messi, 36 años y una maldición después.

Hemos presenciado, en suma, una historia al nivel de las mejores sagas de la ficción moderna y la mitología antigua, pero tan presente y real como los protagonistas que trajeron la copa y la pasearon por una ciudad atiborrada de argentinos eufóricos. Las millones de personas que fueron a recibir a los campeones querían felicitarlos y agradecerles por el triunfo, y también querían refrendar con su presencia la participación en la leyenda que se acababa de vivir. Como quienes habrán ido a recibir a Ulises a su vuelta de Troya, o a los astronautas que pisaron la Luna en 1968. La emoción de esta Copa del Mundo trascendía (y seguirá trascendiendo) los límites del deporte, porque toca fibras demasiado profundas del inconsciente colectivo. Hemos sido testigos de la culminación de una leyenda. Y el nacimiento de otra, que habrá que contarle a nuestros nietos. La leyenda del Mesías del Fútbol.

1 De hecho, fue el factor determinante para que yo lo siguiera con avidez desde el primer día, cuando del Mundial 2018 apenas si me había enterado, porque ese año la vida me tenía en asuntos muy distintos y porque después de la gran campaña de Sabella en 2014 la selección de Sampaoli no despertaba grandes esperanzas, ni siquiera con Messi a la cabeza.

2 Hasta aquí no hay nada extraordinario: el Mundial de 2002 se jugó en la doble sede de Corea del Sur y Japón, dos países con cierta tradición futbolística pero con un papel por demás marginal en la historia de los mundiales, y que Corea del Sur intentó atenuar con el soborno a los árbitros que le permitió llegar a las semifinales de una de las ediciones más bochornosas y olvidables de este evento.

El Micro-Antropoceno

Ya lo dijo Paul Crutzen, vivimos en el Antropoceno
una nueva era de extinciones masivas
sabemos que cada día se extingue una especie
que en cada nueva guerra por la libertad de mercado
los EEUU pulverizan alguna ciudad milenaria
y que los otros fundamentalistas detonan reliquias
y los saqueadores de tumbas y hasta ciertos agricultores
arrasan los rastros de pirámides como en Caral
pero lo que no dijo es que estamos 
en la era de las microextinciones
porque cada día, en cada rincón de la Tierra, muere un amor
y con él se extingue un microcosmos cerrado y absoluto
con su lenguaje lleno de códigos secretos
con sus palabras inventadas para describir sensaciones y cifrar caricias
con su dialecto de gestos que hasta ayer evolucionaban en espiral
para reinventar o refundar la palabra raíz, el fonema vital
cada día se clausura una carrera triunfante hacia la telepatía
y se borra con arena y fuego un mapa del tesoro
se dinamita la puerta de una ruta al centro del universo
se apaga en íntimos cielos una constelación crucial
que guiaba odiseas hacia el puerto prometido
e incluso se desvanecen tupidos continentes
con oro y diamantes vírgenes, aún líquidos en océanos magmáticos
así, como se perforan cada día las montañas en busca de litio
así como los fondos abisales ven llegar hoy las excavadoras
que demolerán la última frontera del Antropoceno
así como se derriten los glaciares polo a polo sin remedio
se extinguen cultivos de esperanza, sin terapia que valga
se perforan proyectos de patria sin bandera
se olvidan himnos, se cancelan actos conmemorativos
se enrollan cintas de inauguración sin cortar
y se arrojan a un contáiner junto a las sillas de plástico y los discursos
y hay desalojos violentos y maremotos
hay algo que se llama viento cósmico y es como una escoba apabullante
que no deja piedra sobre piedra de la ciudad que nos vio nacer
y no deja tela sobre tela en la cama que nos vio morir
ni sílaba sobre sílaba del lenguaje que fuimos.
El Micro-Antropoceno es más voraz que las noticias del mundo
porque cada día se extinguen universos a la velocidad del desdén
del desengaño, del desasosiego, del des a la x
del des-tino.

Pero hay también quienes dicen que el cosmos es un toroide
y que lo que se va por un agujero negro sale por otro lado
brotando como nuevas flores de universos vecinos
así como el tiempo brota de una fuente inaccesible.
Entonces soñemos que con los ladrillos de ese mundo que perdimos
alguien levanta su casa en otra parte
porque en el Micro-Antropoceno
nace también cada día un lenguaje secreto
una forma de mirarse para decir vamos, para decir ¿te gusta?
y cada día empieza a dibujarse un mapa hacia el centro

y aventuremos 
que cada día 
se llega.


El Bolsón, 16/10/21

529 años de Nuevo Mundo

Hace 529 años nació el mundo en que vivimos
se ataron definitivamente los continentes
con un lazo de oro y sangre que empezaría a apretarlo
más y más hasta esta sensación de asfixia
del mundo contemporáneo.

Hace 529 años cruzó el Atlántico un visionario
con el afán de salvar a su ínfima nación recién recuperada
del encierro en una esquina del mundo.
Intentaba fundar una ruta alternativa para comerciar con el Centro
es decir China, India, esas naciones que no tuvieron ninguna Edad Media
y que inventaron casi todo
y ese visionario se topó con la otra esquina del mundo
con el extremo oriente del Extremo Oriente
el gigantesco continente que fue cuna
de antiguas naciones plenas de conocimiento
la tierra de los Olmecas, de los Incas, de la gran Caral
además de otros pueblos que elegían no erguir piedra sobre piedra
para, al irse, dejar la tierra tal como la encontraron.
Y este visionario, que vino buscando sal, encontró oro y sangre
y se coronó mercenario, esclavista y violador serial
inaugurando la mayor masacre de todos los tiempos
un festival de sadismo como los nazis no alcanzaron a soñar
una censura de fuego igual a cien Bibliotecas de Alejandría
una demolición de templos y laboratorios al estilo Hiroshima
para levantar con sus mismas piedras los templos del dios europeo
que en dos siglos de cosecha convirtió a su esquina en centro del mundo
y con nuestros metales y frutas alimentó a las generaciones de filósofos
que refundaron la Humanidad a su imagen y semejanza.
No les fue fácil la conquista. Hubo tenaz resistencia, y luego rebeliones
motines, boicots, revoluciones. Pudieron haberlos liquidado de entrada.
Pero los europeos tenían un arma letal. Insuperable.
No era la pólvora. Era la mentira.
Con el filo de su lengua abrieron las aguas hacia los tronos ancestrales.
Los nativos apenas conocían el lenguaje de la Tierra, de lo que es
y azorados vieron desmembrarse el orden cósmico y social
a manos de estos barbudos emisarios de la cruz asimétrica
de lo que no es
que vinieron por todo, y encima se quedaron.

La Tierra empezó a girar para el otro lado.
Se hicieron carne las profecías más aciagas
y cinco siglos después aquí estamos,
nietos de los nietos de aquellos sobrevivientes
y también de aquellos genocidas. Inextricablemente mestizados.
No es algo nuevo. También somos nietos mestizos
de los Neanderthal y de los Cro-Magnon que se los comieron.
Tenemos sangre asesina y sangre derramada. Revoluta y represora.
Tenemos un pie en cada canoa, pero el río del tiempo es uno solo
y si no elegimos qué pie levantamos, en cuál bote nos afirmamos
se nos abrirá el tajo hasta el tallo
o el viento nos echará al agua sin pena ni gloria.
Podemos no hacer nada con esto.
Podemos hacer todo.

El Bolsón, Patagonia. 12/10/21

Historia de la conspiranoia

Dicen que somos ratas de laboratorio
que con nosotrxs están experimentando
nuevas formas de control social
con algoritmos, con vacunas, con redes sociales...

En cualquier caso el experimento habría empezado mucho antes
con la industria cultural, con los televisores y las radios
y aún antes, con la prensa escrita, con los rumores de boca en boca;
dicen que todo el asunto de las nacionalidades es un experimento
para hacer que los de acá se maten contra los de allá
y así los de abajo protegen los negocios de los de arriba
y otros dicen que empezó mucho antes, con las religiones,
otro experimento para someter pueblos a una voluntad intangible
sólo accesible a unos selectos portavoces
y que hasta, en el fondo, desde que somos tribu
quienes detentan el poder experimentan con nosotros para dominarnos mejor...

Quienes van más lejos, miran arriba
y desempolvando códices y jeroglíficos
dan pruebas de que seres alienígenas han pasado por aquí
y sembrado códigos genéticos en nuestra sangre
haciéndonos ratas de un laboratorio cósmico
	según algunas fuentes, con propósitos oscuros
	según otras, buscando un ser superior, tramando evolución
y a fin de cuentas, para la mayoría, somos el experimento de un solo dios
es decir, de Dios, somos su experimento en tiempo real
y para la minoría atea o materialista, somos un más o menos aleatorio
experimento de las leyes físicas, del átomo y la energía
en el laboratorio de la genética, y éste
en el laboratorio del agua, y éste
en el laboratorio de la Tierra, y ésta
en el misteriso laboratorio del Universo.

Muchos libros y películas nos han dejado cara a cara con este misterio
y las noticias de todos los días reelaboran versiones ad infinitum
y por más que no podemos dar una respuesta unánime
la conclusión ineludible es que estamos siendo parte
de un gigantesco experimento
por donde lo mires, somos ratas de laboratorio, o conejos, monos, humanes
y la pregunta que quizás valga más la pena hacerse
cada día al despertarnos, cada noche al ir a dormir,
es:
¿qué tal va el experimento?
¿cuál quiero que sea el resultado?

¿y qué puedo hacer para que resulte?

Pequeños giros poéticos

Hace tiempo empecé a escuchar por ahí
la frase “es bien”
y la verdad que me encanta
decir que tal cosa es bien
es una especie de giro poético
que no puede existir en lenguas como el inglés o francés
donde ser y estar se dicen con la misma palabra.

En realidad es más corriente el giro opuesto:
decir que tal cosa “está buena”
cuando lo que queremos decir es que es buena
(se suele usar también con personas pero
creo que en esos casos no opera el giro).

Imaginate si reemplazáramos por completo
el verbo estar por el ser
y en vez de preguntar cómo estás
preguntamos cómo sos
¿cómo sos vos?, ¿sos bien?

¿Sos bien?

Yo tuve un tío

A la memoria de William Baker

Yo tuve un tío. No teníamos lazos de sangre, pero no importaba. Ese tío me enseñó el camino hacia arriba, hacia atrás, remontando el río de sangre a través de las generaciones, y cuando llegamos a lo alto de la montaña vi que todos somos familia. Era mi tío, era nuestro Tío, el Tío William Baker.

Este no es su verdadero nombre. Su verdadero nombre es de lengua dakota, y no tiene traducción en los idiomas europeos. Un par de veces le oí pronunciar ese nombre, dentro de un tipi, sentados alrededor del fuego, como lo hizo él toda su vida con su gente, como lo hicimos todos tantas veces, allá, remontando el río. Creí que tendría muchas oportunidades más de oírlo, hasta poder aprenderlo de memoria, pero la vida me ha vuelto a sorprender con sus cierres abruptos de telón, con el filo de esa guadaña que nos va dejando del otro lado, hasta el próximo encuentro, allá, bajando el río. Una camioneta conducida por un yanqui poco atento embistió contra su auto desde atrás y terminó con la vida del Tío William y la de su nieto, que estaban volviendo a casa luego de una Danza del Sol, y así se terminaron las oportunidades de seguir conociendo al Tío, de recibir su medicina, de escuchar sus oraciones por un nuevo tiempo de paz y fraternidad en toda la Tierra. La vida es un misterio, pero quizás la muerte sea el misterio más grande de todos.

Conocí al Chief William Baker (pero ese no es su nombre) en Perú, más concretamente en las arenas de Karal, en el mismo lugar donde hace cinco mil años se irguió una gran civilización sudamericana que muy pocos conocen, una nación pacífica, que cultivó artes y ciencias, que construyó grandes ciudades en las que no había una sola arma. Ahí nos reunió un gran líder de estos tiempos, el Yatiri Cohaila, escuchando un llamado que venía (que viene) de lo alto de esa montaña, a gentes de todos los rincones de este continente y aun de los otros. Yo había llegado entre los primeros y vi cómo día tras día levantábamos el campamento para celebrar la primera Danza del Sol de Karal. Luego llegó el Tío y se levantó el tipi principal, donde nos reunimos por la noche a comer la medicina que traía de sus tierras, el Abuelo Hikuri, una planta sagrada que abre el corazón de la gente y ayuda a recordar cómo se vivía allá arriba, allá atrás. Esa noche no sólo conocí a William, también conocí cosas que no tienen traducción a este idioma, cosas que quizás no pueda contar jamás, pero que basta una mirada sin nubes para comprobar y compartir. En el amanecer que siguió a esa noche vi con mis propios ojos la Profecía del Cóndor y el Águila, ésa de la que muchos me habían hablado, ésa que dice que cuando se vea en el cielo al cóndor y el águila volar juntos, será la señal de que llega un nuevo tiempo de paz y fraternidad, de libertad para los pueblos. El águila es el ave del Norte, el cóndor es el Sur, y ahí estábamos, águilas y cóndores, y también búfalos y llamas y jaguares, gente de Ucrania, de Japón, de Australia… Ahí estábamos celebrando un pacto de unión, fumando las pipas de la paz. El Tío William nos enseñaba a hacer estas cosas.

Recuerdo sus palabras esa mañana antes de la primera Danza, “es tiempo de hablar de cosas espirituales, ¿de qué más vamos a hablar?”. Él traía la memoria de una nación con tan buena memoria que ni siquiera tenía escritura, porque no olvidaba las cosas como nosotros. Su nación no construía casas con ladrillos ni madera, hacía tiendas que cuando era tiempo de partir se levantaban y dejaban la tierra tal como la habían encontrado. No hacían monumentos ni placas mortuorias, no levantaban una sola piedra que perturbara la casa de los ancestros y de los que están por venir. Eso es lo que hace un pueblo espiritual, porque entiende -realmente entiende, no son sólo palabras- que aquí estamos de paso, que de aquí nada nos llevamos, que vinimos a esta tierra y a este cuerpo para aprender algo, precisamente algo sobre la materia, y luego nos volvemos con nuestro espíritu al otro lado, para que vengan otros a seguir aprendiendo. Esa memoria nos traía el Tío William cada vez que hablaba, cada vez que rezaba y conversaba con los espíritus que venían a visitarlo, y a través de ella nos enseñaba cosas tan simples que pueden llegar a estar escritas por todas partes. El tema es que leerlas de poco sirve, porque la escritura es cosa de desmemoriados. Él las aprendió de boca de su abuelo y así nos las enseñó, así me las guardé para aprenderlas a mi propio tiempo, dando mis propios tumbos en el camino de la vida para asimilar las verdades simples y duras y al fin graciosas que vine a aprender a este lugar.

En la última ceremonia que corrió en Karal, en un momento de la noche me dirigió una reprimenda bastante dura. “Tú no sabes tocar el tambor” me dijo. Y yo, músico estudioso y todo lo que quieras, me quedé mudo. Tenía razón. Había tocado bastante mal, se me resbalaba el palillo, tocaba muy fuerte como hasta entonces creí que debía hacerse, y para seguir el pulso de un canto lento bajé demasiado el ritmo del batido. Pero el tambor de agua siempre va rápido. Es el pulso del corazón de una madre que está pariendo, el de un niño que está naciendo, cómo va a ir lento ese corazón, cómo va a sonar tan fuerte como para entorpecer el canto que se eleva. Entonces el Tío arremetió, y no se quedó ahí, aprovechó para regañarnos a todos por cantar cosas que no entendíamos, por no ser lo suficientemente respetuosos con los ritos sagrados de su nación. Puede sonar exagerado, pero por celebrar esos ritos sus abuelos y bisabuelos fueron asesinados por el hombre blanco en el Norte. La Danza del Sol fue prohibida y perseguida a cañonazos. Si en una reservación se oía un tambor de agua, los sacerdotes cristianos denunciaban esa casa y llegaban los soldados. Esos instrumentos que pasaban por mis manos habían atravesado un genocidio entero para estar ahí, eran sobrevivientes, como el propio Tío William (no es su nombre verdadero). Pero él no me fusiló por eso. Tampoco me arrestó. “Practica” me dijo. “Aprende. Está bien. Todos estamos aprendiendo.” Eso me dijo el Tío, y la ceremonia siguió, y cuando volvió a repartir medicina me puso una pizca ínfima en la mano y luego se rió y agregó dos grandes cucharadas, y al día siguiente me tocó llevarlo de un lado al otro en una camioneta y nos reímos un buen rato. Me preguntó de dónde soy. “Me encantaría conocer Argentina” me dijo, “pero no suelo ir adonde no me invitan”. Me habría encantado decirle que era bienvenido en mi casa, pero en ese momento yo no tenía casa donde recibirlo, y además sentí que yo no era quien para invitar a un jefe de su talla por mi cuenta, eso correspondía a los líderes, etcétera. El hecho es que me arrepentí de no haberlo hecho, y estaba esperando la próxima Danza del Sol de Karal para corregirlo y decirle que cuando quisiera venir a Argentina sería bienvenido en mi casa, esté donde esté. También pensaba regalarle un pote de dulce de leche. Me pasa con los líderes ancianos que dan muchas ganas de hacerles un obsequio pero uno no sabe bien qué regalarles. Algo grandilocuente me parece desacertado si la ocasión o la relación no lo amerita, lo mismo ocurre con objetos de significación personal… Entonces volví a lo simple: lo que quería era ofrecerle algo sencillo que le haga pasar un buen rato, algo disfrutable a lo que él no tenga acceso y que yo pueda acercarle desde el lugar donde vivo. Un buen dulce de leche era un regalo perfecto. Quizás nunca lo hubiera probado aún. Y hace una semana que estoy sin poder creer que ya nunca podré regalárselo, que no voy a poder saber siquiera si él lo había probado alguna vez. Así es el misterio de la muerte, y eso es lo que nos enseña cada vez que nos pasa por al lado: estamos acá de paso, es un instante, la vida es ahora, es un presente, tómalo o déjalo, pero no lo dejes para después.

El Tío William estuvo bravo esa última danza. Su intención era corregir todo lo que andaba flojo, ayudarnos a aprender y enderezar el ritual para que, en unos cuatro o cinco años, él decía, se convierta en una verdadera Danza del Sol. Estaba entregado a ese propósito. Esa danza lo había traído a Perú y él se había instalado allí, enseñándole a los jóvenes y riéndose con esa gracia única, inolvidable. Era un hombre poderoso. Pero no hablo del poder que enseñan en la escuela y en la televisión, él no manejaba los destinos de muchos hombres ni tenía millones en una cuenta bancaria ni vestía lujosos trajes y joyas. Apenas se ponía una remera (a veces). En la calle más de uno podría haberlo tomado por un indigente, por un “pobre hombre”, y sin embargo su fortuna era tan grande que ahí andaba, regalándola por todas partes. Aquí guardo un poco de su tesoro, me lo gané por sentarme junto a él delante de un fuego y escucharlo durante noches enteras. Me lo gané por hacer las cosas como él decía y comprobar por qué lo estaba diciendo. Me lo gané y es tan grande que dan ganas de regalarlo. Es del tipo de tesoros que no valen nada si no se caminan, que no hay tinta ni papel que los atrape, ni muerte que los sepulte. Es memoria pura, y viene de allá lejos, remontando el río de la sangre. Viene de allá donde una vez fuimos hermanos, y padre e hijo, y hermana, sobrina, abuela y abuelo. Y va hacia allá donde seremos uno.

Gracias, Tío William. Siempre supe que eras una leyenda viviente. Hoy me toca contar esa leyenda.

Por todas mis relaciones.

Aho

La clase pendiente

A la memoria de Mariano Etkin

Quién no salió de una clase suya odiándolo… Quién no volvió a amarlo en la siguiente. Quién no se aprendió de memoria sus relatos sobre Boulez y el Di Tella, sus citas de Schoenberg, de Cage, de Xenakis, la del dentista y su definición del cepillado dental ideal que decía en cada clase inaugural para los ingresantes de Composición en Bellas Artes, quién no admiró su capacidad de memoria de caras, apellidos y lugares de procedencia de sus estudiantes y su inagotable repertorio de anécdotas en cualquier lugar imaginable… Quién no aprendió a llegar a las doce en punto a su clase para no quedarse libre y quién no deseó que las clases duraran más… Un montón de gente, en realidad. Cualquier persona del mundo que no haya tenido la suerte de conocer al maestro Mariano Etkin. Por eso siento la necesidad de escribir sobre él, porque se acaba de cerrar la invitación permanente y gratuita que ofrecía este hombre para compartir la pasión por la música, para aprender a escuchar cada vez más hondo y más fino, para reflexionar no sólo sobre la música sino sobre cualquier inusitado aspecto de la vida que se le pudiera ocurrir, porque infaliblemente la conexión llegaría, la idea florecería, porque con él todos los caminos conducían a la magia del sonido. Y a la tragicómica ventura de dedicarle la vida.

Yo, que me demoré tantos años en terminar la carrera de Composición, resolví que no podía dejar pasar un año más sin cursar Compo IV, porque es sabido que los años pasan y desde la primera clase que tuve con él (¡en 2007!) su cabello era completamente cano y su coronilla relucía de calvicie. No es que me viera venir tan trágico final, sólo temía que se jubilara. Y es como si él me hubiera esperado. Me anoté este año y fui con ansiedad a la primera clase… Ahí estaba el viejo Etkin, como si los demonios de la ancianidad se le hubieran venido encima de golpe, pero presente, esperando el silencio necesario para empezar a hablar con un débil hilo de voz, acerca de lo de siempre, de todo, y un poco más del tema que nos reunía allí, el desafío de componer para orquesta. Incluso tuve la fortuna de quedar en su comisión para corregir los trabajos, se me cumpliría ese “sueño del pibe” de poder mostrarle un trabajo propio y recibir sus devoluciones, sus consejos, sus toneladas de sabiduría personalizada. En la primera clase de correcciones no tuve la suerte. “La próxima sí o sí” me dije. Escribí cuanta música pude para honrar la ocasión y guardé en la mochila un librito que pensaba regalarle. En la facultad me avisaron que lo habían internado. Y me la vi venir entera. Es decir, la sospecha que acarreaba desde aquella primera clase se volvió presagio. La semana siguiente fue esta triste semana. Como un fan que se quedó afuera del rito, en mi fuero interno lamenté mi propia mala suerte, pero en el fondo algo me dijo que esa fue la lección, que el viejo ya me lo había dicho todo y hasta al irse sin haber visto una sola nota de mi primera obra para orquesta él me estaba dando la clase de mi vida, la clase magistral que siempre soñé y que siempre dio, invariablemente en cada clase y charla y escrito. Como si me estuviera diciendo: “no importa, Alaimo, que me muestre o no me muestre la partitura, no importa lo que yo le diga o deje de decirle; usted también tiene que atravesar el desierto solo”.


Así nos sentimos hoy sus estudiantes. Solos como en ese minuto interminable de la hoja en blanco, como en esas horas derramadas en escribir y borrar y volver a escribir música nueva, ese tortuoso debate interno entre asignar una melodía a un clarinete o a una viola, entre desarrollar un motivo o crear un contraste, entre dar duración de blanca o de redonda a esa nota que nos trajo acá. Solos como siempre lo está y lo estará el creador en las fatigosas jornadas de su oficio, aunque hoy se note más porque hoy somos también un poco huérfanos. Se nos fue el capitán. El que nos empapó cuanto pudo de esa tradición que él veneraba y que, todos lo sabemos o al menos yo lo sé y él lo sabía, está en vías de extinción. Esta nave de los locos que hacen música rara se quedó sin almirante, pero lo cierto es que se fue con las botas puestas. No dejó de trabajar hasta su muerte. Si hay algo que inspire orgullo de ser su discípulo es eso. Ya estaba gravemente enfermo –era notorio y tema de conversación constante– y aún así, después de cuarenta años de enseñanza musical, seguía viajando a La Plata cada semana para escuchar nuestros planes de conquistar el mundo desde una partitura, él que ya lo había escuchado todo (varias veces).

Y no sólo dando clases, también murió componiendo. En nuestro último encuentro contó de la obra para orquesta que le habían encargado y que estaba terminando… Yo que me mortifico hoy por tener que lidiar con la titánica tarea de escribir música para cien instrumentos en hojas gigantescas llenas de pentagramas, me imaginé a ese hombre, al que le costaba caminar, sentado en su escritorio, entregando las pocas horas que le quedaban a esa inmensidad, a caminar solo por ese desierto… Dicen que llegó a terminarla el domingo, es decir tres días antes de morir. Y recuerdo a otro gran músico que se fue este año, David Bowie, que llevaba año y medio de padecer un cáncer cruel y resistió para crear su última (y monumental) obra, tanto que murió un día después de publicarla. Uno que vio tantas películas pero sobre todo que vio tanta realidad no puede dejar de trazar la idea: estiraron su vida para completar su obra. Como si hubieran negociado cara a cara con la muerte y hubieran conseguido ese milagro secreto, o al revés, como si sólo la obra y la pasión que ella encarnaba les hubiera dado el impulso suficiente para estirar sus horas un poco más, y una vez culminada, concluido el rito, cerrado el ciclo, los dejara arrojados en su desnuda condición de seres mortales y ajados. El estreno de esa obra ya está pautado para el año 2017. Será en el primer aniversario de su partida, será como ir a esa clase que nos quedó pendiente.