A la infancia

2017
A la infancia
2017
Cantemos esta tierra, vida mía, que sea a rienda suelta y boca llena y no la invada el eco de sirena que aúlla en las ciudades de agonía. Sembremos clarinetes por un día y develemos la sutil colmena que esconde el laberinto de la pena a un paso de volvernos sinfonía. Y que otros lloren la cuestión del oro y midan cada gesto con decoro o los asole la melancolía. Nosotros divulguemos el tesoro. Icemos hasta el sol un blando coro que llueva en la esperanza y se haga guía.
1 Empezaron a luchar, como quien dice aurora e inventa el tórrido mundo con su propia mano, como dioses infantes en el primer verano decretaron la llama, zarparon al ahora y luchar era sinónimo de estar despiertos, tallar puertas, forjar llaves, remendar retazos de la fiel bandera que auguraba a grandes trazos profecías urgentes sobre el fin de los desiertos con trompetas estruendosas de sol sostenido y una legión de corrientes coreando futuros, estampida majestuosa derribando muros, sincronía de puños, comunidad del latido, trémula fundación de la risa del mañana en un abrazo de gritos que la sangre hermana. 2 Dejaron de luchar y fue de noche y cicuta, velar en calabozos donde el sol no es invitado entre los lienzos rotos de un sueño estrangulado, deriva solitaria, renuncia a toda ruta. Descubrieron tarde que las ganas no alcanzaban para derrocar a los más pérfidos imperios; desde las sombras un mercenario y mil misterios minaron los planes en que, impávidos, confiaban y trinó de abismo el temido pájaro bruno, risas desvariadas tronaron como campanas de anunciar invierno, de sepultar mañanas y el sueño no pudo reencontrarse con ninguno, tal huella dejaba en las entrañas la tortura, tan empedernida la fusta con la cordura. 1 Volvieron a luchar porque alguien dijo ¡ya basta de cargar en la espalda el cadáver prematuro de uno mismo en avenidas agrias de sulfuro mientras el corazón se nos pudre en una casta! Se hablaron con miradas, se miraron la tez: ya las cicatrices eran nudos acerados, las viejas derrotas eran puentes señalados en un mapa nuevo; y alborearon otra vez. Qué festín de puñetazos contempló la tierra. Cuánta astucia cosecharon esas rudas manos domando la tormenta con gestos veteranos. Cómo arrebataron la balanza de la guerra y multiplicaron el coraje con las artes. Hubo que agregar estrellas a los estandartes. 0 Dejaron de luchar, aunque parezca mentira. Cuando ya eran carne con el cielo sus pisadas una daga se abrió paso riendo a dentelladas y a sangre fría hendió la garganta de la lira. Era el dios pasado disfrazado de granuja, la infinitésima reencarnación del terror a una nueva piel, a las alturas, a un error; resucitó el tirano y volvió a cero la aguja. Y los viejos nombres retornaron a las bocas (a las que conservaron los dientes y el derecho al aire, a las mañanas, al silencio satisfecho). Luchar sonaba a fábulas de las ancianas locas, lección antepasada, ruinas indescifrables, piezas para armar un monumento a los culpables. 1 Y volvieron a luchar. Otra vez. Sí, de nuevo. Olvidados ya de hasta cómo se pronunciaba un desafío, una arenga, hasta cómo se izaba un puño; despertaron con el joven relevo. Era el secreto de la vida, al fin lo entendían y rieron tanto al saborear la moraleja que se estremecieron los guardianes tras la reja mientras ellos ardían, cantaban, se expandían. Y tejieron lazos que ni los volcanes saben cómo desatar y bendijeron con abrazos esa sangre tierna que celaron a zarpazos. La gloria y el honor que los envuelven no caben en palabras de este tiempo, quién sabe de cuándo. La muerte llegó un día. Los encontró luchando.
Yo estaba ahí cuando cayó la noche. La vi atravesar herida los matorrales. Sentí sus aullidos, pero no quise entender las palabras que gemía, por respeto y por temor a no olvidarlas nunca. Yo vi cuando cayó la noche, le dispararon por atrás como hacen los cometas cobardes –polizontes astrales incapaces de dar calor– y ella parecía saberlo de antemano, un velo de paz le cubría los ojos como a esos que perdonan a sus asesinos y vi a la noche caer acribillada y no de estrellas... de antorchas fanáticas que trazaron medicinas mientras duró la agonía y se hundieron de cabeza en la arena como botellas –como sacrificios de luz– como los párpados cosidos de un santo. Pero la noche ya estaba lejos. Yacía boca abajo y apenas se sacudía y su único ojo clavado en mí me confiaba el testimonio la epopeya o triste elegía que vierto en garabatos ante este tribunal sin haber encontrado antes el río de agua blanca que lava los recuerdos hasta hacerlos espuma –barba de cielos, jinete de mares, vello de lunas– donde el yo hace su baño de inmersión en el todo ser. La noche era inocente, su señoría. Bien lo sabemos todos. ¿Quién no fue a comprarle cigarrillos de contrabando y volvió con un barrilete en forma de mandala? ¿Quién no fue su nieto o su pretendiente? ¿Quién no miró sus piernas y tragó saliva ni sostuvo su blanda nuca de bebé en la mano y dijo que sí con la cabeza al escucharla? Al charco de sangre que brotó de la noche lo llamamos agujero negro o aljibe invertido y arrojamos piedras en él y nos tiramos de cabeza y algunos no hemos vuelto de ese otro lado. El revólver que fue hallado en sus manos fue plantado por los corruptos sabuesos del sol. Que se arranquen la lengua antes de nombrarla. El cuchillo de su cinto es otra cosa... ¡Lo llevaba desde la cuna! ¡Con él abría el tajo en el cielo para entrar! ¡Con él picaba a los lobos cuando quería concierto! ¡Con él tronchaba el corazón de los hijos que le sacrificaban hace no mucho en altares y hoy en callejones, en calabozos y bares! Cayó con las botas puestas, corriendo como un lince. El viento que no cesa es el eco... es el eco. Lo que corresponde es tapiar las ventanas y prender fuego las casas con nosotros dentro. Por si no lo han descubierto: sepan que yo disparé la flecha a la flor de mil pupilas, en el centro ... en el centro. Yo que la amé como aquí no se conoce. Yo, que la adoré como una hormiga a una naranja, que la necesito como un rey a su espejo, yo solté la cuerda entre mi ojo y su pecho porque sabía que venían a toda marcha los carros –anunciados por heraldos de barba roja– y traían al terrible emperador al hombro. Estaba rodeada, no había salida. Así que antes que burlones verdugos me adelanté a abrirle yo la puerta, con reverencia y ser la alfombra y el cadalso y el culpable y sé que ella estaría orgullosa aunque eso no importe nada. Aunque a la vuelta de esta esquina encontremos la canasta abandonada, escuchemos el llanto de un hambre nueva y no recuerde nada, y crezca hasta ser reina y como una araña envenene a los gallos y nosotros repitamos los ritos. ¿Cómo no ahorcarla con estas manos que son el cuenco del río negro?
Hoy descubrí quién mató a Kurt Cobain.
Hoy visité la Capital
la de los altos techos y frenesí apretado
en calles donde el sol dura un minuto.
Yo, un poeta multiforme de provincia,
ataviado con mis sueños de felpa
degustando caramelos esperanza
–cuyo sabor empieza a entumecer mi lengua–
visité una de las mecas modernas
la que me tocó en suerte más cerca
y admiré de reojo las antiguas fachadas
yuxtapuestas con máquinas de espejismo digital
mientras me abría paso con prisa
–me dijeron que hay multa si vas despacio–
entre pelotones de caminantes
cuyas vidas siempre traté de imaginar en detalle
y al mismo tiempo
en infinitésimos intentos de concebir el conjunto de la vida
entre avenidas bochornosas y callejones con locales
que nadie sabe de qué viven, a quién venden, cómo llegaron ahí.
Caminar en la Gran Ciudad es un oficio de equilibrista
más que estarse en pie en sus trenes subterráneos
porque a un lado están los datos del agobio
la propia carne que hornea lento el hormigón de verano
o el frío sibilante entre las capas textiles
el chaleco de fuerza que elegimos cada día
y la vista que se quema para ver si está en rojo
o si vienen taxis rapaces por el callejón
y las hileras de carteles que ofrecen carne viva
de mujeres encerradas en algún departamento
algún departamento
levantar la vista para contar las ventanas
¿toda esta gente hay?
y empieza el mareo
y apoyarse en una pared rayada por grafiteros
anónimos e invisibles como murciélagos
de los que sólo hablan sus huellas a la luz del día
pero la pared en que apoyamos nuestra mano
era una puerta de atrás de un gran pasillo
al que nos vamos de bruces
escaleras oscuras, danza trastabillante
y damos con un depósito de chucherías y ratas
donde fuman dos empleados, fornican otros dos
un hombre atado a una silla nos mira con grandes ojos
y hace gestos desesperados entre el sudor que le chorrea
y la tierra empieza a gemir como un trueno impetuoso
pero más parece un volcán, es la Gran Ciudad
que se da vuelta para seguir durmiendo
mientras los insectos que somos nosotros
le siguen picando la piel, surcando las venas
y a ella le da lo mismo.
Pero uno es un equilibrista
el que sobrevive cada día mantiene el equilibrio
y no se apoya en esa puerta
no deja subir la náusea hasta el esófago
para ello se aferra al otro lado del aire
a las estampitas gigantes que todo lo ven
donde mujeres ríen y hombres fuman y callan
o conducen autos más grandes que el sol
uno se aferra a los puestos de revistas
donde las mismas mujeres ríen en pequeños estampitarios
que uno puede llevarse a casa por unos pocos billetes
para seguir haciendo equilibrio
para no marearse con el fractario horizonte peatonal
pequeños televisores de papel con sus colores brillantes
sus programas de entretenimientos
sus juegos
sus humoristas invitados, qué bueno que es reír
y sus propagandas
en seguida volvemos después de esta tanda
de páginas y páginas de carnes apretadas
y zapatillas trotamundos
y perfumes, cigarrillos y colchones y paisajes
vos también podés ser el rey
la entrada al paraíso en tu muñeca
paseá por el paraíso en cuatro ruedas
la ropa del paraíso es ésta, y ésta, y ésta
seguí ahorrando que te esperamos en
y uno cuenta las monedas que le quedan
sin contar las del bondi
ni las del mendigo
y queda para dos o tres caramelos
esperanza
y a esta altura no se los degusta con calma
se los mastica de golpe
con crocántica ansiedad.
Todo deviene espejismo si uno se detiene
y mira fijo y ajusta el foco
–pero se multa a quien se quede quieto en la vía pública–
como no alcanza el tiempo ni hay dinero para multas
nadie lo hace
pero juro que al frenar en seco y mirar a un lado
la Gran Ciudad se convierte en piedra,
se revela laberinto sin fondo
o se desintegra como un sueño develado
y dura lo que una inercia de bicicleta
hasta desplomarse entera sobre los que no se corran.
Pero nadie frena en seco
(“gravísimas multas”)
todos seguimos nuestro camino pedaleando
dándole cuerda al reloj de la muerte
lenta de cada día
y juntamos monedas para los caramelos esperanza
ahora sabor a fruta del trópico
sentite en la selva sin mover un dedo
y cosas así por todos lados
y ahí fue que vi mi reflejo en una vidriera
atrapé mi propia cara con la guardia baja
y entonces recordé a Kurt
en una de sus fotos memorables
vi esa mirada de tristeza en blanco y negro
ese desencanto sin consuelo
como un primer bajón de droga dura
como descubrir que Superman no existe
que la lotería son los padres
ah, cómo explicar que esa comunión instantánea
fue tanto más que la suma de un parecido y un deseo
como en las epifanías, como en esos momentos de Gracia
de los que hablan las religiones más vendidas
el dolor de Kurt Cobain se encarnó en mí
porque entendí que él se vio del otro lado
él me vio a mí, acá, ahora, mirándolo en un cartel
luminoso en un poste de luz en una revista
en un afiche en la pared de una autopista
en un folleto del paraíso capitalista
y en mi mirada se reconoció a sí mismo
Kurt también pateaba las calles del abismo
y a veces se quedaba como bobo mirando carteles
se vaciaba los bolsillos en caramelos y arcades
y en las borracheras de esperanza sentía que era posible
y Kurt llegó, oh él sí llegó al otro lado
de la revista, de la pantalla, del espejismo
y comprobó que de ese lado no había sirenas
ni había ninfas ni ángeles con trompetas
sino cámaras, luces, asistentes de producción
agendas cronometradas
y plástico
pero muchísimo plástico:
fiestas de plástico, risas de plástico
tetas de plástico, palabras de plástico
vidas de plástico, casas de plástico
horizontes de plástico.
Y ahí fue que Kurt
no tuvo siquiera adónde volver
su vieja casa la había quemado en una fiesta
su vieja ropa la regaló a un hospital de adictos
sus caramelos se vencieron. Ya está.
Kurt, bello hermano,
creo que nacimos en el momento equivocado.
19/11/2014