Arenga en sol mayor (sonatina)

Cantemos esta tierra, vida mía,
que sea a rienda suelta y boca llena
y no la invada el eco de sirena
que aúlla en las ciudades de agonía.

Sembremos clarinetes por un día
y develemos la sutil colmena
que esconde el laberinto de la pena
a un paso de volvernos sinfonía.

Y que otros lloren la cuestión del oro
y midan cada gesto con decoro
o los asole la melancolía.

Nosotros divulguemos el tesoro.
Icemos hasta el sol un blando coro
que llueva en la esperanza y se haga guía.

Tanto va el fuego al faro

1

Empezaron a luchar, como quien dice aurora
e inventa el tórrido mundo con su propia mano,
como dioses infantes en el primer verano
decretaron la llama, zarparon al ahora
y luchar era sinónimo de estar despiertos,
tallar puertas, forjar llaves, remendar retazos
de la fiel bandera que auguraba a grandes trazos
profecías urgentes sobre el fin de los desiertos
con trompetas estruendosas de sol sostenido
y una legión de corrientes coreando futuros,
estampida majestuosa derribando muros,
sincronía de puños, comunidad del latido,
trémula fundación de la risa del mañana
en un abrazo de gritos que la sangre hermana.
 

2

Dejaron de luchar y fue de noche y cicuta,
velar en calabozos donde el sol no es invitado
entre los lienzos rotos de un sueño estrangulado,
deriva solitaria, renuncia a toda ruta.
Descubrieron tarde que las ganas no alcanzaban
para derrocar a los más pérfidos imperios;
desde las sombras un mercenario y mil misterios
minaron los planes en que, impávidos, confiaban
y trinó de abismo el temido pájaro bruno,
risas desvariadas tronaron como campanas
de anunciar invierno, de sepultar mañanas
y el sueño no pudo reencontrarse con ninguno,
tal huella dejaba en las entrañas la tortura,
tan empedernida la fusta con la cordura.
 

1

Volvieron a luchar porque alguien dijo ¡ya basta
de cargar en la espalda el cadáver prematuro
de uno mismo en avenidas agrias de sulfuro
mientras el corazón se nos pudre en una casta!
Se hablaron con miradas, se miraron la tez:
ya las cicatrices eran nudos acerados,
las viejas derrotas eran puentes señalados
en un mapa nuevo; y alborearon otra vez.
Qué festín de puñetazos contempló la tierra.
Cuánta astucia cosecharon esas rudas manos
domando la tormenta con gestos veteranos.
Cómo arrebataron la balanza de la guerra
y multiplicaron el coraje con las artes.
Hubo que agregar estrellas a los estandartes.
 

0

Dejaron de luchar, aunque parezca mentira.
Cuando ya eran carne con el cielo sus pisadas
una daga se abrió paso riendo a dentelladas
y a sangre fría hendió la garganta de la lira.
Era el dios pasado disfrazado de granuja,
la infinitésima reencarnación del terror
a una nueva piel, a las alturas, a un error;
resucitó el tirano y volvió a cero la aguja.
Y los viejos nombres retornaron a las bocas
(a las que conservaron los dientes y el derecho
al aire, a las mañanas, al silencio satisfecho).
Luchar sonaba a fábulas de las ancianas locas,
lección antepasada, ruinas indescifrables,
piezas para armar un monumento a los culpables.
 

1

Y volvieron a luchar. Otra vez. Sí, de nuevo.
Olvidados ya de hasta cómo se pronunciaba
un desafío, una arenga, hasta cómo se izaba
un puño; despertaron con el joven relevo.
Era el secreto de la vida, al fin lo entendían
y rieron tanto al saborear la moraleja
que se estremecieron los guardianes tras la reja
mientras ellos ardían, cantaban, se expandían.
Y tejieron lazos que ni los volcanes saben
cómo desatar y bendijeron con abrazos
esa sangre tierna que celaron a zarpazos.
La gloria y el honor que los envuelven no caben
en palabras de este tiempo, quién sabe de cuándo.
La muerte llegó un día. Los encontró luchando.

Apología

Yo estaba ahí cuando cayó la noche.
La vi atravesar herida los matorrales.
Sentí sus aullidos, pero no quise entender
las palabras que gemía, por respeto
y por temor a no olvidarlas nunca.

Yo vi cuando cayó la noche,
le dispararon por atrás
como hacen los cometas cobardes
–polizontes astrales incapaces de dar calor–
y ella parecía saberlo de antemano,
un velo de paz le cubría los ojos
como a esos que perdonan a sus asesinos

y vi a la noche caer acribillada
y no de estrellas... de antorchas fanáticas
que trazaron medicinas mientras duró la agonía
y se hundieron de cabeza en la arena como botellas
–como sacrificios de luz–
como los párpados cosidos de un santo.

Pero la noche ya estaba lejos.
Yacía boca abajo y apenas se sacudía
y su único ojo clavado en mí
me confiaba el testimonio
la epopeya o triste elegía
que vierto en garabatos ante este tribunal
sin haber encontrado antes el río de agua blanca
que lava los recuerdos hasta hacerlos espuma
–barba de cielos, jinete de mares, vello de lunas–
donde el yo hace su baño de inmersión en el todo ser.

La noche era inocente, su señoría.
Bien lo sabemos todos.
¿Quién no fue a comprarle cigarrillos de contrabando
y volvió con un barrilete en forma de mandala?
¿Quién no fue su nieto o su pretendiente?
¿Quién no miró sus piernas y tragó saliva
ni sostuvo su blanda nuca de bebé en la mano
y dijo que sí con la cabeza al escucharla?

Al charco de sangre que brotó de la noche
lo llamamos agujero negro
o aljibe invertido
y arrojamos piedras en él y nos tiramos de cabeza
y algunos no hemos vuelto de ese otro lado.

El revólver que fue hallado en sus manos
fue plantado por los corruptos sabuesos del sol.
Que se arranquen la lengua antes de nombrarla.
El cuchillo de su cinto es otra cosa...
¡Lo llevaba desde la cuna!
¡Con él abría el tajo en el cielo para entrar!
¡Con él picaba a los lobos cuando quería concierto!
¡Con él tronchaba el corazón de los hijos
que le sacrificaban hace no mucho en altares
y hoy en callejones, en calabozos y bares!

Cayó con las botas puestas, corriendo como un lince.
El viento que no cesa es el eco...
es el eco.
Lo que corresponde es tapiar las ventanas
y prender fuego las casas
con nosotros dentro.

Por si no lo han descubierto:
sepan que yo disparé la flecha
a la flor de mil pupilas, en el centro
... en el centro.
Yo que la amé como aquí no se conoce.
Yo, que la adoré como una hormiga a una naranja,
que la necesito como un rey a su espejo,
yo solté la cuerda entre mi ojo y su pecho
porque sabía que venían a toda marcha los carros
–anunciados por heraldos de barba roja–
y traían al terrible emperador al hombro.

Estaba rodeada, no había salida.
Así que antes que burlones verdugos
me adelanté a abrirle yo la puerta, con reverencia
y ser la alfombra y el cadalso
y el culpable
y sé que ella estaría orgullosa

aunque eso no importe nada.

Aunque a la vuelta de esta esquina
encontremos la canasta abandonada,
escuchemos el llanto de un hambre nueva
y no recuerde nada, y crezca hasta ser reina
y como una araña envenene a los gallos
y nosotros repitamos los ritos.

¿Cómo no ahorcarla con estas manos
que son el cuenco del río negro?

Quién mató a Kurt Cobain

Hoy descubrí quién mató a Kurt Cobain.

Hoy visité la Capital

la de los altos techos y frenesí apretado

en calles donde el sol dura un minuto.

Yo, un poeta multiforme de provincia,

ataviado con mis sueños de felpa

degustando caramelos esperanza

­–cuyo sabor empieza a entumecer mi lengua–

visité una de las mecas modernas

la que me tocó en suerte más cerca

y admiré de reojo las antiguas fachadas

yuxtapuestas con máquinas de espejismo digital

mientras me abría paso con prisa

            –me dijeron que hay multa si vas despacio–

entre pelotones de caminantes

cuyas vidas siempre traté de imaginar en detalle

y al mismo tiempo

en infinitésimos intentos de concebir el conjunto de la vida

entre avenidas bochornosas y callejones con locales

que nadie sabe de qué viven, a quién venden, cómo llegaron ahí.

Caminar en la Gran Ciudad es un oficio de equilibrista

más que estarse en pie en sus trenes subterráneos

porque a un lado están los datos del agobio

la propia carne que hornea lento el hormigón de verano

o el frío sibilante entre las capas textiles

el chaleco de fuerza que elegimos cada día

y la vista que se quema para ver si está en rojo

o si vienen taxis rapaces por el callejón

y las hileras de carteles que ofrecen carne viva

de mujeres encerradas en algún departamento

algún departamento

levantar la vista para contar las ventanas

¿toda esta gente hay?

y empieza el mareo

y apoyarse en una pared rayada por grafiteros

anónimos e invisibles como murciélagos

de los que sólo hablan sus huellas a la luz del día

pero la pared en que apoyamos nuestra mano

era una puerta de atrás de un gran pasillo

al que nos vamos de bruces

escaleras oscuras, danza trastabillante

y damos con un depósito de chucherías y ratas

donde fuman dos empleados, fornican otros dos

un hombre atado a una silla nos mira con grandes ojos

y hace gestos desesperados entre el sudor que le chorrea

y la tierra empieza a gemir como un trueno impetuoso

pero más parece un volcán, es la Gran Ciudad

que se da vuelta para seguir durmiendo

mientras los insectos que somos nosotros

le siguen picando la piel, surcando las venas

y a ella le da lo mismo.

Pero uno es un equilibrista

el que sobrevive cada día mantiene el equilibrio

y no se apoya en esa puerta

no deja subir la náusea hasta el esófago

para ello se aferra al otro lado del aire

a las estampitas gigantes que todo lo ven

donde mujeres ríen y hombres fuman y callan

o conducen autos más grandes que el sol

uno se aferra a los puestos de revistas

donde las mismas mujeres ríen en pequeños estampitarios

que uno puede llevarse a casa por unos pocos billetes

para seguir haciendo equilibrio

para no marearse con el fractario horizonte peatonal

pequeños televisores de papel con sus colores brillantes

sus programas de entretenimientos

sus juegos

sus humoristas invitados, qué bueno que es reír

y sus propagandas

en seguida volvemos después de esta tanda

de páginas y páginas de carnes apretadas

y zapatillas trotamundos

y perfumes, cigarrillos y colchones y paisajes

vos también podés ser el rey

la entrada al paraíso en tu muñeca

paseá por el paraíso en cuatro ruedas

la ropa del paraíso es ésta, y ésta, y ésta

seguí ahorrando que te esperamos en

y uno cuenta las monedas que le quedan

sin contar las del bondi

ni las del mendigo

y queda para dos o tres caramelos

esperanza

y a esta altura no se los degusta con calma

se los mastica de golpe

con crocántica ansiedad.

Todo deviene espejismo si uno se detiene

y mira fijo y ajusta el foco

            –pero se multa a quien se quede quieto en la vía pública–

como no alcanza el tiempo ni hay dinero para multas

nadie lo hace

pero juro que al frenar en seco y mirar a un lado

la Gran Ciudad se convierte en piedra,

se revela laberinto sin fondo

o se desintegra como un sueño develado

y dura lo que una inercia de bicicleta

hasta desplomarse entera sobre los que no se corran.

Pero nadie frena en seco

(“gravísimas multas”)

todos seguimos nuestro camino pedaleando

dándole cuerda al reloj de la muerte

lenta de cada día

y juntamos monedas para los caramelos esperanza

ahora sabor a fruta del trópico

sentite en la selva sin mover un dedo

y cosas así por todos lados

y ahí fue que vi mi reflejo en una vidriera

atrapé mi propia cara con la guardia baja

y entonces recordé a Kurt

en una de sus fotos memorables

vi esa mirada de tristeza en blanco y negro

ese desencanto sin consuelo

como un primer bajón de droga dura

como descubrir que Superman no existe

que la lotería son los padres

ah, cómo explicar que esa comunión instantánea

fue tanto más que la suma de un parecido y un deseo

como en las epifanías, como en esos momentos de Gracia

de los que hablan las religiones más vendidas

el dolor de Kurt Cobain se encarnó en mí

porque entendí que él se vio del otro lado

él me vio a mí, acá, ahora, mirándolo en un cartel

luminoso en un poste de luz en una revista

en un afiche en la pared de una autopista

en un folleto del paraíso capitalista

y en mi mirada se reconoció a sí mismo

Kurt también pateaba las calles del abismo

y a veces se quedaba como bobo mirando carteles

se vaciaba los bolsillos en caramelos y arcades

y en las borracheras de esperanza sentía que era posible

y Kurt llegó, oh él sí llegó al otro lado

de la revista, de la pantalla, del espejismo

y comprobó que de ese lado no había sirenas

ni había ninfas ni ángeles con trompetas

sino cámaras, luces, asistentes de producción

agendas cronometradas

y plástico

pero muchísimo plástico:

fiestas de plástico, risas de plástico

tetas de plástico, palabras de plástico

vidas de plástico, casas de plástico

horizontes de plástico.

Y ahí fue que Kurt

no tuvo siquiera adónde volver

su vieja casa la había quemado en una fiesta

su vieja ropa la regaló a un hospital de adictos

sus caramelos se vencieron. Ya está.

Kurt, bello hermano,

creo que nacimos en el momento equivocado.

19/11/2014