Quién mató a Kurt Cobain

Hoy descubrí quién mató a Kurt Cobain.

Hoy visité la Capital

la de los altos techos y frenesí apretado

en calles donde el sol dura un minuto.

Yo, un poeta multiforme de provincia,

ataviado con mis sueños de felpa

degustando caramelos esperanza

­–cuyo sabor empieza a entumecer mi lengua–

visité una de las mecas modernas

la que me tocó en suerte más cerca

y admiré de reojo las antiguas fachadas

yuxtapuestas con máquinas de espejismo digital

mientras me abría paso con prisa

            –me dijeron que hay multa si vas despacio–

entre pelotones de caminantes

cuyas vidas siempre traté de imaginar en detalle

y al mismo tiempo

en infinitésimos intentos de concebir el conjunto de la vida

entre avenidas bochornosas y callejones con locales

que nadie sabe de qué viven, a quién venden, cómo llegaron ahí.

Caminar en la Gran Ciudad es un oficio de equilibrista

más que estarse en pie en sus trenes subterráneos

porque a un lado están los datos del agobio

la propia carne que hornea lento el hormigón de verano

o el frío sibilante entre las capas textiles

el chaleco de fuerza que elegimos cada día

y la vista que se quema para ver si está en rojo

o si vienen taxis rapaces por el callejón

y las hileras de carteles que ofrecen carne viva

de mujeres encerradas en algún departamento

algún departamento

levantar la vista para contar las ventanas

¿toda esta gente hay?

y empieza el mareo

y apoyarse en una pared rayada por grafiteros

anónimos e invisibles como murciélagos

de los que sólo hablan sus huellas a la luz del día

pero la pared en que apoyamos nuestra mano

era una puerta de atrás de un gran pasillo

al que nos vamos de bruces

escaleras oscuras, danza trastabillante

y damos con un depósito de chucherías y ratas

donde fuman dos empleados, fornican otros dos

un hombre atado a una silla nos mira con grandes ojos

y hace gestos desesperados entre el sudor que le chorrea

y la tierra empieza a gemir como un trueno impetuoso

pero más parece un volcán, es la Gran Ciudad

que se da vuelta para seguir durmiendo

mientras los insectos que somos nosotros

le siguen picando la piel, surcando las venas

y a ella le da lo mismo.

Pero uno es un equilibrista

el que sobrevive cada día mantiene el equilibrio

y no se apoya en esa puerta

no deja subir la náusea hasta el esófago

para ello se aferra al otro lado del aire

a las estampitas gigantes que todo lo ven

donde mujeres ríen y hombres fuman y callan

o conducen autos más grandes que el sol

uno se aferra a los puestos de revistas

donde las mismas mujeres ríen en pequeños estampitarios

que uno puede llevarse a casa por unos pocos billetes

para seguir haciendo equilibrio

para no marearse con el fractario horizonte peatonal

pequeños televisores de papel con sus colores brillantes

sus programas de entretenimientos

sus juegos

sus humoristas invitados, qué bueno que es reír

y sus propagandas

en seguida volvemos después de esta tanda

de páginas y páginas de carnes apretadas

y zapatillas trotamundos

y perfumes, cigarrillos y colchones y paisajes

vos también podés ser el rey

la entrada al paraíso en tu muñeca

paseá por el paraíso en cuatro ruedas

la ropa del paraíso es ésta, y ésta, y ésta

seguí ahorrando que te esperamos en

y uno cuenta las monedas que le quedan

sin contar las del bondi

ni las del mendigo

y queda para dos o tres caramelos

esperanza

y a esta altura no se los degusta con calma

se los mastica de golpe

con crocántica ansiedad.

Todo deviene espejismo si uno se detiene

y mira fijo y ajusta el foco

            –pero se multa a quien se quede quieto en la vía pública–

como no alcanza el tiempo ni hay dinero para multas

nadie lo hace

pero juro que al frenar en seco y mirar a un lado

la Gran Ciudad se convierte en piedra,

se revela laberinto sin fondo

o se desintegra como un sueño develado

y dura lo que una inercia de bicicleta

hasta desplomarse entera sobre los que no se corran.

Pero nadie frena en seco

(“gravísimas multas”)

todos seguimos nuestro camino pedaleando

dándole cuerda al reloj de la muerte

lenta de cada día

y juntamos monedas para los caramelos esperanza

ahora sabor a fruta del trópico

sentite en la selva sin mover un dedo

y cosas así por todos lados

y ahí fue que vi mi reflejo en una vidriera

atrapé mi propia cara con la guardia baja

y entonces recordé a Kurt

en una de sus fotos memorables

vi esa mirada de tristeza en blanco y negro

ese desencanto sin consuelo

como un primer bajón de droga dura

como descubrir que Superman no existe

que la lotería son los padres

ah, cómo explicar que esa comunión instantánea

fue tanto más que la suma de un parecido y un deseo

como en las epifanías, como en esos momentos de Gracia

de los que hablan las religiones más vendidas

el dolor de Kurt Cobain se encarnó en mí

porque entendí que él se vio del otro lado

él me vio a mí, acá, ahora, mirándolo en un cartel

luminoso en un poste de luz en una revista

en un afiche en la pared de una autopista

en un folleto del paraíso capitalista

y en mi mirada se reconoció a sí mismo

Kurt también pateaba las calles del abismo

y a veces se quedaba como bobo mirando carteles

se vaciaba los bolsillos en caramelos y arcades

y en las borracheras de esperanza sentía que era posible

y Kurt llegó, oh él sí llegó al otro lado

de la revista, de la pantalla, del espejismo

y comprobó que de ese lado no había sirenas

ni había ninfas ni ángeles con trompetas

sino cámaras, luces, asistentes de producción

agendas cronometradas

y plástico

pero muchísimo plástico:

fiestas de plástico, risas de plástico

tetas de plástico, palabras de plástico

vidas de plástico, casas de plástico

horizontes de plástico.

Y ahí fue que Kurt

no tuvo siquiera adónde volver

su vieja casa la había quemado en una fiesta

su vieja ropa la regaló a un hospital de adictos

sus caramelos se vencieron. Ya está.

Kurt, bello hermano,

creo que nacimos en el momento equivocado.

19/11/2014

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

4 + eighteen =